Por Nora Merlin
Freud (1921) estableció una lógica de constitución de la masa: en ella cierto número de individuos pone el mismo objeto −que puede ser una persona, una idea o una cosa− en el lugar del ideal del yo, operador simbólico que sostiene la identificación de los yoes de los miembros entre sí. Entendemos que constituye una equivocación teórica suponer que las masas se formaron naturalmente y que son ellas las que transformaron a los medios de comunicación en mass media. Sucedió exactamente al revés: los medios de comunicación constituyeron un pilar fundamental en la conformación de la cultura de masas, la cual luego devino en el modo social paradigmático del capitalismo. En la actualidad los medios masivos desempeñan un rol crucial: producen una cultura de masas, alimentan su permanencia, configuran la realidad y operan sobre las subjetividades, constituyendo lo que podemos denominar un nuevo dispositivo de sugestión. En 1787 Edmund Burke llamó a la prensa “el cuarto poder”, debido a la influencia que ejercía en la sociedad inglesa. Con el desarrollo tecnológico la nominación se hizo extensiva al conjunto de los medios comunicacionales, que fueron ocupando cada vez más el espacio público, al tiempo que se convertían en la principal fuente de noticias, información, propaganda y publicidad.
Intentaremos analizar el vínculo que liga a los medios de comunicación con el establecimiento y la consolidación de una cultura de masas, esto es, aquello que produce una subjetividad colonizada. Luego revisaremos la relación entre esa clase de cultura y la democracia.
Los medios de comunicación construyen una cultura de masas
La matriz propuesta por Freud puede servirnos de punto de partida para comprender la estructura y la conducta de la masa. Sus teorizaciones hicieron posible trascender la concepción imaginaria de la masa como un grupo de gente ocupando el espacio público, para pensarla como una matriz, un modo de organización institucional, e incluso la masa constituye un determinado modo de organizar de la cultura, lo que se conoce como cultura de masas. En “Psicología de las masas y análisis del yo” (1921) Freud establece que el fundamento de la masa es idéntico al de la hipnosis y el enamoramiento. Sitúa allí la función del ideal del yo, instancia que da cuenta de la fascinación amorosa, la sugestión, la dependencia frente al hipnotizador y la sumisión al líder. Basta con que muchas personas invistan libidinalmente a un mismo objeto, lo ubiquen en el lugar del ideal del yo y se identifiquen entre sí, para que se sometan, obedezcan a ese ideal y formen una estructura jerárquica estable y carente de libertad: una masa de autómatas que actúan cumpliendo órdenes. Mientras que el estado de hipnosis genera fascinación colectiva, la identificación produce la pasión del Uno que uniformiza. Estas organizaciones forman grupos humanos hipnotizados, sometidos por sugestión, que obedecen de forma incondicional a un mensaje transmitido por una fuente investida de autoridad.
Desde que comenzaron a proliferar, los medios de comunicación fueron instalándose en un lugar idealizado como garantes de “la Verdad”. Mientras que en la actualidad nadie ignora que los medios producen una realidad virtual, a la vez se mantiene la creencia de que los medios registran objetivamente la realidad exterior, lo cual supone que ésta puede ser filmada de forma neutral: “Lo vi en la tele”, “Lo leí en el diario”, son afirmaciones que funcionan como prueba de verdad. Al igual que el líder de masas, único poseedor de la palabra, los medios de comunicación ocupan el lugar del ideal y, desde allí, construyen realidad. Manipulan significaciones, producen e imponen sentidos y saberes que funcionan como verdades que, por efecto identificatorio, se transforman en comunes, constituyendo la opinión pública. Al ocupar un lugar idealizado, los medios son garantes del saber y la información.
En la masa se opera una subjetividad pasiva, servil y sugestionada, con un yo empobrecido que obedece a un amo. La cultura de masas, paradigma del capitalismo, está organizada por la obediencia al imperativo de consumo. Los medios de comunicación conforman una imagen y modulan una voz que exige el consumo mientras que, envuelto en una hipnosis adormecedora, el sujeto se transforma en un objeto cautivo que inconscientemente se somete a la pantalla, consume y se consume.
Consumo y marketing
El consumo y la publicidad, presentes en todos los aspectos de la vida social, pasaron a ser las tropas dominantes en el capitalismo actual, constituyendo un dispositivo de sugestión que produce una subjetividad determinada. La publicidad está dotada de un poder que hechiza, somete, determina identificaciones, valores y elecciones. El acento puesto en el consumo aparenta ampliar las libertades individuales pero, en realidad, advertimos que se trata de elecciones condicionadas por el marketing, una disciplina dedicada al análisis del mercado y los comportamientos de los consumidores con el objetivo de optimizar las ventas. La rápida expansión de los medios de comunicación sembró el terreno para la infiltración del marketing en casi todos los aspectos de la cultura. Las técnicas de venta que se mostraban exitosas en el terreno comercial, a fines del siglo XX comenzaron a aplicarse a la actividad política para construir consensos, convencer, conseguir votantes, imponer valores, hábitos, etc. El marketing permite posicionar una marca, un producto, una idea o un candidato. Sus principales soportes los constituyen el diseño de la imagen y la comunicación de los medios masivos. A través de éstos últimos, el mercado instala opinión pública y busca lograr un consenso que no es otra cosa que un sistema de identificaciones y de uniformidad propio de la psicología de las masas, un orden homogéneo que va en contra de la política. A partir de Freud y Lacan sabemos que las demandas no son necesidades naturales, básicas ni biológicas, sino construcciones discursivas. La mercadotecnia impone demandas que aparecen como una elección libre del ciudadano.
Pero la democracia no puede definirse por el sentido común o el consenso de una masa de autómatas “regulada” por el mercado y el consumo. La democracia debe construirse con la política, esto es, el conflicto, la pluralidad, el debate, los antagonismos, no desde la uniformidad generada por los medios de comunicación. Cuando los ricos y los pobres dicen lo mismo, por ejemplo “quiero un cambio”, y votan lo mismo, la igualdad y la libertad son ilusorias, lo político se debilita, triunfa el marketing y se escoge por la imagen publicitaria mejor diseñada. A partir de esta situación, cabe formularse la pregunta sobre si es posible la relación entre cultura de masas y democracia.
La política democrática, en contraposición al dispositivo del marketing que instala demandas, parte del supuesto de igualdad como principio y condición, pero ella no debe concebirse como uniformidad o efecto de la identificación. Las demandas en democracia, entendidas como una acción en la que se inscribe simbólicamente una falta, un pedido a las instituciones, no pueden consistir en una manipulación de la subjetividad. Las demandas instaladas por el marketing implican una producción calculada de subjetividad, cuyo objetivo es que el ciudadano “compre” el mensaje construido por los expertos en marketing. Se trata de un dispositivo planificado de sugestión y manipulación, montado con la utilización de técnicas de venta. A veces el mercado se pone el disfraz de la política, lo que lleva a que el accionar de los ciudadanos permanezca indiferenciado entre la libertad de elección y la sugestión. En este caso se adquiere una marca, una identificación y una pertenencia imaginaria a un determinado universo de significación, sin advertirse que tras ello hay un proyecto político y económico.
El actual modelo de los medios de comunicación de masas produce individuos seriados por identificación, lo que echa por tierra la pretendida libertad de la información y los mensajes comunicacionales. Si bien en apariencia estos elementos amplían la libertad individual, en sentido estricto se imponen, condicionan elecciones, valores e identificaciones y operan sobre la subjetividad, a punto tal de manipularla y enfermarla. Frente a este panorama, surgen algunos interrogantes: ¿dónde quedan las categorías de verdad, decisión racional y autonomía del sujeto para filtrar y administrar la información y los afectos que éstas instalan? Claude Lefort (1981) define a la democracia como el régimen político en el que el poder es considerado un lugar vacío ejercido por simples mortales que lo ocupan temporalmente. Según Lefort, la democracia inaugura la experiencia de una sociedad inaprensible e indeterminada respecto al fundamento del poder, la ley, el saber y las relaciones sociales. El lugar abierto permite que no existan referentes de las certezas, haciendo posibles la crítica y la interrogación permanentes sobre el sistema de representaciones, la soberanía y los sentidos comunes. La masa es una modalidad social que constituye un sistema cerrado, produce un todo que en política se denomina totalitarismo, Freud vio en la fascinación colectiva de la masa y en su efecto de homogeneización un prolegómeno del totalitarismo.
La condición de la democracia, tal como la plantea Lefort, consiste en dejar vacío el lugar de la causa. Taponarla con mensajes que funcionan como órdenes conduce a una sociedad de súbditos uniformados y a una igualdad entendida como homogeneidad, que es nociva para el régimen democrático. En él lo común, condición indispensable de la política, no es la fusión indiferenciada, la monopolización de la palabra, la instalación de un discurso único ni de sentidos congelados como certezas. Una concepción democrática se orienta por una pluralidad discursiva que reconoce la inevitable existencia de conflictos y desacuerdos. Esto vuelve indispensable que la democracia incluya no sólo una lógica de las instituciones y de la división de poderes, sino también una distribución justa y equitativa de las comunicaciones y los sentidos.
Si dejamos de considerar al sujeto como cognoscible, calculable y manipulable por el marketing y de someterlo constantemente a procesos de igualdad, purificación u homogenización como los que producen los medios de comunicación, puede haber lugar para el reconocimiento de la dignidad de la diferencia singular; en ese caso será posible poner un límite al avance del totalitarismo y el racismo.
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Le Monde Diplomatique, edición chilena.