Por Ricardo Villa Sánchez
Alguna vez leí en las memorias de Gabriel García Márquez que para recuperar el río Magdalena era necesario sembrar sesenta millones de árboles en su ladera, que en general son tierras de particulares que deberían renunciar a su concentración de tierras y riquezas, por esta noble causa. Quizá su apreciación era para descartar de tajo esta posibilidad. Quizá por esto, desde que muchos tenemos uso de razón, en planes de desarrollo sucesivos, se ha hablado de la aparente ilusión de la navegabilidad del río Magdalena.
Cualquier país del mundo desarrollado anhelaría contar con una arteria pluvial de las características del río Magdalena para el comercio, la logística, el transporte de mercancías y pasajeros, el turismo, los servicios, en fin, para la gobernanza del agua; sin embargo, para intervenir el río se habría concretado un megaproyecto que ahora está en ascuas, al parecer porque acá en Colombia los “ñoños” se creen los más astutos, si se tiene en cuenta que sumando los casi 85 mil millones reportados en coimas por la Fiscalía colombiana en el caso Odebrecht, (llámese ruta del sol II y la navegabilidad del Río Magdalena) estas obras estarían financiadas; sin desmeritar que esta transnacional de la corrupción, también habría repartido, óigase bien, cerca de 790 millones de dólares, en 11 países de Latinoamérica.
Antes decían que el problema de la corrupción lleva aparejado la pérdida de inversión extranjera, ahora con estas redes internacionales mafiosas, como la Operación Lezo, Odebrecht, Reficar, etc, pareciera que fuera una forma de atraer capital golondrino, caldo de cultivo de elefantes blancos, depredación ambiental, violación de derechos humanos, desigualdad, retraso y pobreza para los países afectados y las mayorías, mientras muy pocos se benefician en su franja de confort y privilegios.
Este sería el caso que estaría sonando en este momento, no obstante, si se miran con detenimiento los últimos escándalos como las concesiones de servicios públicos domiciliarios, las prestadoras de salud, las autopistas 4G sin vías terciarias, el metro de Bogotá sin iniciar y el túnel de la línea sin terminar, etc., uno podría determinar que en términos generales son proyectos estratégicos para el desarrollo de la nación. La pregunta acá es: ¿Para qué, por décadas, se ha frenado la realización de estos proyectos claves que posibilitarían que Colombia entre a la modernidad?
¿Para mantener la economía excluyente extractivista, dependiente de los escasos recursos naturales que nos quedan?; ¿para qué consumamos la comida que otros no la quieren digerir, o comprar más onerosos los productos que en otros lados desechan o prohíben?; ¿para usar las maquinarías y equipos que allende determinan obsoletos?, ¿para impedir se le ceda el poder a gobiernos alternativos? o ¿para que nosotros no tengamos un mercado interno con una industrialización incipiente que permita la producción y la comercialización de nuestros productos, el autoabastecimiento energético, de hidrocarburos, de servicios, la soberanía alimentaria y el control territorial y de fronteras que posibiliten instituciones incluyentes y mejores oportunidades para una ciudadanía activa, productiva y con calidad de vida?; es decir, para obstaculizar la profundización de nuestra democracia, nuestro desarrollo sostenible y para que, en últimas, no seamos un estado-nación.
Cientistas sociales han argumentado que nuestro principal problema es la anomia, que genera la autocomposición violenta y el atajo del dinero fácil a través de la economía subterránea. Es así que la corrupción ha permeado a las instituciones, los negocios y muchos aspectos de la cotidianidad. En un país en que la impunidad ronda el 99%, como lo afirmó el actual Fiscal General en su posesión y que uno de cada cuatro investigados por delitos contra la administración pública paga efectivamente penas que en promedio no superan los 2 años y muchas veces terminan en detención domiciliaria, la solución a la traba de la corrupción no parte sólo del aumento de penas, hay que transformar imaginarios hacia la cultura de la legalidad y la transparencia.
Carruseles de la contratación, burbujas y pirámides financieras, especulación, sobornos, en un círculo vicioso que implica financiación de campañas electorales para quienes eligen a los encargados de investigarlos y pago de coimas para acceder a la ejecución de los recursos mediante contratación pública o alianzas público- privadas, que al final de cuentas nos cuestan, según la Contraloría, cerca de 50 billones de pesos al año y según diversos estudios económicos, se acerca su impacto a un 4% del PIB Nacional. Eso hay que romperlo.
En esta coyuntura juega y son cruciales los efectos de los acuerdos de paz. Se han hecho más visibles los males endémicos y estructurales de nuestras instituciones entre la ciudadanía, y por tanto, también exigibles sus soluciones. Asimismo se refleja que el modelo del capitalismo del desastre de entregarle el manejo de los bienes y servicios públicos a los privados, no ha funcionado y genera mayor desigualdad. No se puede mirar para otro lado. Hay que quebrar esquemas e imaginarios, como esta tesis falsable que se ha acuñado y ha hecho mella, de que para vencer a las guerrillas, se hizo un pacto con el clientelismo y las mafias de la corrupción. Es necesario estar a la altura de esta coyuntura crítica e histórica de nuestra nación, en la que son pertinentes sembrar nuevos códigos morales para la construcción de la Paz y la reconciliación y para avanzar, con libertad política, en nuestro desarrollo social y económico.
@rvillasanchez