Por Carlos Castillo Cardona
Hoy reina la indiferencia por la paz entre los que ignoran las consecuencias de la guerra. Por el contrario, los obcecados guerreros buscan réditos políticos con el odio.
Al día siguiente corrí las cortinas de mi cuarto para ver el entusiasmo desbordante de las gentes celebrando el fin de la guerra. Pensé que la calle estaría como el día de la rendición de las tropas alemanas en la Segunda Guerra Mundial. Podría ver a marineros besando enfermeras, cuyas fotografías eternizarían la felicidad de la paz. Imaginaba la muchedumbre. Estarían entrelazados burgueses, empleados y obreros en un abrazo solidario. Vería a jóvenes encaramados en los monumentos públicos para ondear las banderas blancas. Tanques y fusiles tendrían claveles en la boca de sus cañones. A los sonrientes soldados los felicitarían lindas muchachas, adornadas con guirnaldas.
La calle estaba desierta. El alma se me cayó a los pies. No podía creer tanta indiferencia. Recordaba las manifestaciones tumultuosas de unos meses atrás, con el grito “No más Farc”. Eran ríos humanos. Ahora nadie celebra que se acabara ese ejército guerrillero para volverse partido político. La calle estaba vacía porque quizás ya no era el momento de odiar, sino el de perdonar.
Busqué en las emisoras. Creí que los periodistas, gente culta, destacaría en sus razonamientos las ventajas de tener el tan esperado acuerdo de paz. Otra desilusión. Oí dudas, sospechas, advertencias y recelos. Ningún análisis esperanzador de la puerta abierta de paz. La noticia del alto el fuego definitivo estaba opacada por el amplísimo despliegue de la muerte de un cantante mexicano.
Me consoló la prensa internacional con la entusiasta acogida que a la paz colombiana le daban las instituciones extranjeras y los jefes de Estado. Ellos sí celebraban el acuerdo que empieza a cerrar tantos años de guerra. Tal vez había solo una mancha, la del periódico El Mundo de España: ‘La paz que divide a Colombia’, escrito, por supuesto, por Salud Hernández.
Esa agria nota quedó desvirtuada con la sesión del Congreso español, cuando todos los congresistas, de izquierda, de derecha y de centro, se levantaron unánimemente para aplaudir calurosamente el texto aprobado por ellos, que expresa la solidaridad con lo firmado en Colombia. Se resaltaba el resarcimiento de las víctimas.
En el exterior tienen unos ojos distintos para vernos hoy. Allá saben lo que son las guerras y sus consecuencias negativas. Aquí, muchos de nuestros dirigentes, comentaristas, intelectuales, empresarios y gran parte de la población urbana no se han dado cuenta de la guerra. Les ha sido ajena, pues la han luchado los campesinos pobres, los estratos bajos; ellos, no. Es un país indolente ante la guerra, ha sido una guerra “a lo lejos”. Los apasionados guerreros que han promovido, estimulado, empujado la violencia y se han beneficiado de ella no son los que han dado los tiros; sus hijos, tampoco.
Hoy reina la indiferencia por la paz entre los que ignoran las consecuencias de la guerra. Por el contrario, los obcecados guerreros buscan réditos políticos con el odio. En este mes veremos la reiteración de argumentos torcidos. Hablarán de impunidad en este país que no ha tenido justicia; se quejarán de los guerrilleros en el Congreso, como si hoy estuviera compuesto solo por puros y rectos; protestarán por el costo del posconflicto, como si la guerra no hubiera sobrecargado nuestros impuestos. Ninguno dirá que es mejor la paz que la guerra.
La reciente unión de Pastrana y Uribe cumple una ley universal. En ciertos momentos de desesperación, la ignorancia se vuelve locura y la locura se torna ignorancia. Los expresidentes sufren esa metamorfosis. Su maldad y su tontería se unen y se refunden. Aunque gane el sí, harán campaña para hacer fracasar lo acordado. Muy democráticos.
El Tiempo, Bogotá.