Por Alfonso Gómez Méndez
Urge revisar si realmente la Corte puede adentrarse en el estudio de las reformas constitucionales.
Tres de mis grandes profesores en el Externado –Daniel Manrique, de derecho civil; Rafael Forero, de derecho laboral, y Carlos Restrepo Piedrahíta, quien llegó a los 101 años– fallecieron hace pocos días. En el centenario de este último –a quien López Michelsen consideraba el más importante investigador y docente en materia constitucional en América Latina– escribí una columna resaltando su trayectoria y decisivo papel en la evolución de nuestro derecho público. Hoy vuelven a mi memoria sus enseñanzas, a propósito del debate generado por recientes decisiones de la Corte Constitucional.
Nos explicaba el maestro los distintos tipos de constituciones existentes en cuanto a los procedimientos para su establecimiento o modificación, como las rígidas y las flexibles, con ejemplos de nuestra historia política y constitucional.
La Constitución de Rionegro, o de los radicales de 1863, dispuso un procedimiento tan complejo para reformarla que en la práctica exigía unanimidad en el Congreso. En buena parte, esa rigidez generó la guerra civil de 1885, dando al traste con todas las buenas instituciones radicales –incluido el régimen federal y el Estado laico– y abriendo campo a la regeneración conservadora en 1886.
Tal vez como reacción a ese rigor, en 1887, los regeneradores expidieron la ley 57 determinando que toda ley posterior se reputaba constitucional, es decir, que la flexibilidad era tanta que una simple ley subsiguiente reformaba la Constitución. Este sistema se cambió en 1910, al establecerse la jurisdicción constitucional, dándole supremacía a la Constitución mediante un procedimiento intermedio en las Cámaras para reformarla a través de ocho debates en dos vueltas.
Por los pésimos antecedentes de las constituyentes, de bolsillo la de 1905 bajo el quinquenio de Reyes y la de 1952 en el gobierno de Laureano Gómez, el Plebiscito de 1957, que restableció el hilo perdido de la institucionalidad por la violencia política, dispuso: “En adelante, las reformas constitucionales solo podrán hacerse por el Congreso, en la forma establecida por el artículo 218 de la Constitución” (art. 13). Era una especie de Constitución rígida.
Pese a que la jurisprudencia constitucional hasta entonces vigente prohibía a la Corte Suprema conocer de demandas contra reformas constitucionales, en mayo de 1978, alegando el citado artículo plebiscitario, tumbó la pequeña constituyente que para reformar la justicia y el régimen territorial había convocado el Congreso en 1977 por iniciativa de López Michelsen. Pero esa rigidez fue levantada en 1990, por decreto de Estado de Sitio del presidente Barco, abriendo un proceso constituyente. La Corte, por estrecho margen, avaló esa ruptura.
Entre las muchas innovaciones de la Carta del 91, está la que permitió que la Constitución pudiera reformarse no solo por el Congreso, sino por el pueblo, vía referendo, o por Asamblea Constituyente, pero le limitó a la Corte Constitucional la revisión de sus reformas solo “por vicios de forma en su expedición” (art. 241). No obstante, por interpretación judicial, a mi juicio equivocada, se abrió el boquete para entrar al fondo de las reformas a través del “juicio de sustitución”, sobre la base de supuestas cláusulas pétreas que el Congreso no puede cambiar. En este sentido, la jurisprudencia ha sido contradictoria. Al revisar el Acto Legislativo sobre Equilibrio de Poderes, dijo que la supresión de la Comisión de Acusaciones –creada en el siglo XIX– sustituía la Constitución del 91.
Así, urge revisar si realmente la Corte Constitucional puede adentrarse en el estudio de fondo de las reformas constitucionales. Entre tanto, no conviene aducir esa tesis, afectando así las facultades constitucionales del Presidente para manejar los temas de la guerra y la paz.
El Tiempo, Bogotá.