Por Eduardo Sarmiento Palacio
Los acontecimientos del Brexit han precipitado un gran desconcierto sobre el futuro de las relaciones internacionales. En general se acepta que ambos resultados fueron influidos por el desencanto de los trabajadores con la globalización que ha reducido sus ingresos y recortado las oportunidades de empleo industrial.
Paradójicamente, el Partido Republicano, que ha sido el principal promotor de la apertura comercial, ganó el poder con el candidato que promueve cambiarla. A estas alturas no hay una plataforma coherente de reformas; los anuncios son simbólicos y motivados por aspectos electorales.
La respuesta ha sido tardía. Desde hace 25 años en esta columna se ha mostrado que las teorías que predecían los milagros del comercio internacional no correspondían a la realidad. Para empezar, no se trata de un juego de suma positiva en que todos ganan. La lista de perdedores está encabezada por la mano de obra y los países con estructuras productivas rudimentarias o decadentes. A Estados Unidos no le fue bien por la entrada masiva de productos intensivos en mano de obra provenientes de China y por el retroceso industrial que viene de 1975, y solo ha logrado moderarse en periodos cortos. De lejos, los ganadores han sido el sureste asiático y Alemania.
En varios libros muestro que el comercio internacional no funciona dentro de las concepciones de Ricardo y Samuelson formuladas en el siglo XIX y a mediados del siglo XX. Los países no están en condiciones de colocar indefinidamente los productos de ventaja comparativa, es decir que pueden elaborar más fácilmente. En razón de las limitaciones de demanda, tienen que producir otros bienes para emplear los recursos disponibles y equilibrar las balanzas de pagos, lo que implica bajar los salarios. No es cierto que las ventas externas sean determinadas por las condiciones de los países independientemente de los socios comerciales y el resto del mundo. Los países quedan expuestos a una competencia destructiva que coloca los salarios por debajo de la productividad y amplía las desigualdades.
No menos preocupante es la proliferación de TLC. Estos tratados abaratan los insumos, a cambio de debilitar el Pacto Andino y al Alca, que ofrecen un amplio espacio para la integración regional guiada por el tamaño de los mercados. La región queda subordinada a las grandes potencias, que imponen los acuerdos y los cambian cuando les convienen.
A la luz de estas premisas, se montó un orden internacional para una globalización en que todos los países ganan, se especializan en bienes diferentes y están en capacidad de colocar indefinidamente sus productos de ventaja comparativa; en consecuencia, las relaciones comerciales se podían realizar y mantener dentro de las reglas de libre mercado. Las cosas resultaron muy distintas. El comercio es una confrontación por los mismos productos que deprime los salarios y les da ventaja a las economías con estructuras industriales avanzadas, elevado ahorro y superávit en cuenta corriente. Sin duda, ha contribuido a profundizar las desigualdades de la economía mundial.
Los desaciertos de la teoría de comercio internacional no implican prescindir del intercambio ni entrar en guerra comercial. Lo que se plantea es avanzar en una concepción que reconozca las inequidades del comercio y, sobre esas bases, se configure un nuevo orden económico, que no es difícil intuir. Como mínimo, se requiere un organismo central que armonice los superávit y déficits, proscriba la aplicación de las políticas internas para sacar ventaja del comercio, introduzca mecanismos compensatorios y evite la tendencia generalizada a bajar los salarios y subir los impuestos indirectos para mejorar la competitividad.
El Espectador, Bogotá.