Texto de la conferencia dictada por Clara López Obregón en las Universidades La Salle, Santo Tomás y El Rosario de Bogotá D.C. Octubre de 2005
Introducción
La Constitución de 1991, que consagró el Estado social de derecho, se adoptó en una coyuntura histórica hostil a sus postulados. Con motivo del derrumbe del campo socialista, ejemplarizado por la caída del Muro de Berlín, los promotores del capitalismo liberal más ortodoxo encontraron el campo libre para profundizar y propagar la aplicación de un modelo de desarrollo centrado en el fundamentalismo de mercado. Fue entonces cuando el economista John Williamson acuñó el término Consenso de Washington que resumía las bases de la nueva fase del desarrollo capitalista: el modelo neoliberal con sus axiomas de apertura comercial, ajuste estructural en las finanzas públicas, privatización de los servicios públicos y sociales, desregulación de las actividades empresariales privadas, banca central independiente, libertad de movilidad de capitales, flexibilización laboral, en fin, reducción del tamaño y de la intervención del Estado.
En este contexto, el avance de la materialización de los valores y finalidades sociales del Estado prevista en la nueva fórmula constitucional ha sido complejo, lento y pleno de contradicciones y visibles retrocesos. Están en conflicto dos concepciones del Estado francamente irreconciliables. Por una parte, el Estado social incipiente que propende por una libertad real, materializada en supuestos socioeconómicos para su efectivo ejercicio y en la garantía estatal de un mínimo vital. Es la concepción evolucionada de libertad que viene de recordarnos Kofi Annan, Secretario General de las Naciones Unidas, cuando titula su Informe sobre las metas de la Declaración del Milenio, “Un concepto más amplio de libertad: Desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos”. Y de otra parte, un modelo económico enfocado hacia el establecimiento del “Estado Mínimo”, orientado exclusivamente a guardar el orden público, defender la propiedad privada, regular más que intervenir la economía y administrar justicia para la debida protección de las condiciones de funcionamiento del mercado al cual se le delega, en buena medida, la función de asignación de los beneficios de la cooperación social entre los diferentes factores de producción y las clases sociales.
En esta presentación me propongo sostener la necesidad de estructurar un sistema tributario progresivo, eficiente y productivo acorde con los mandatos constitucionales, como condición para avanzar hacia la realización del Estado social de derecho en Colombia que entiende como mandato indeclinable, el desarrollo centrado en la realización de la dignidad humana. Se concluye, que para ello, se hace necesario convertir la política tributaria en una política de Estado apoyada en un amplio Pacto Fiscal con participación de todos los sectores de la sociedad.
Finalidad social del Estado
La expresión “social” incrustada entre las palabras Estado y Derecho del artículo primero de la Constitución no tiene un carácter meramente descriptivo o programático. Tiene implicaciones profundas para todo el andamiaje constitucional y su desarrollo legal y fáctico. En primer lugar, es una expresión de las finalidades y fundamento de la propia existencia del Estado: “servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución,” como reza su artículo 2o.
Para la realización efectiva de los derechos sociales, a lo largo del texto constitucional se establecen mandatos específicos con el fin de destinar recursos concretos a los servicios sociales básicos de educación, salud, saneamiento ambiental y agua potable. De ahí la constitucionalización, tildada de reglamentarista, de la participación creciente de los territorios en los ingresos corrientes de la Nación con destino al gasto social, el blindaje de los recursos de las entidades territoriales contra su apropiación por parte de la Nación y la insistencia en la prioridad del gasto público social. Ello se resume en el artículo 366 dónde se consagra la prioridad de la solución de las necesidades insatisfechas de la población:
Artículo 366. El bienestar general y el mejoramiento de la calidad de vida de la población son finalidades sociales del Estado. Será objetivo fundamental de su actividad la solución de las necesidades insatisfechas de salud, de educación, de saneamiento ambiental y de agua potable.
Para tales efectos, en los planes y presupuestos de la Nación y de las entidades territoriales, el gasto público social tendrá prioridad sobre cualquier otra asignación.
La necesidad integradora de los ingresos y gastos
Por mandato constitucional, no es posible separar y considerar aisladamente los ingresos fiscales de los gastos que financian. Son muchas las críticas que se han hecho a la calidad y cantidad del gasto público en Colombia. Los fenómenos de ineficiencia y corrupción han servido para justificar incluso la evasión de impuestos. Pero una cosa es la falta de adecuados controles para que la impunidad no continúe siendo aliciente de conductas negligentes y dolosas en la gestión fiscal del Estado y otra, muy distinta, la obligatoriedad de allegar al fisco los recursos necesarios para que el Estado cumpla con su finalidad social.
Por ello se hace necesario establecer claramente la relación entre la composición del gasto público y los ingresos fiscales, ya que la discrecionalidad del Gobierno y del Congreso para proponer y aprobar unos y otros, está claramente limitada por el texto constitucional y por los valores intrínsecos que los respaldan, es decir por su proyección social y democrática.
Un gobierno de corte social, cuando proyecta el plan de desarrollo que se expresará en los presupuestos anuales, debe plantear una política tributaria que provea los recursos necesarios, no solamente para financiar los gastos de funcionamiento del aparato estatal, sino principalmente los que se destinarán a la inversión social y a la ampliación de la infraestructura física requeridas para promover el desarrollo, concebido de manera integral.
Precisamente, en eso se distingue el actual presupuesto del Distrito Capital de los que le antecedieron. En él han encontrado lugar programas como Bogotá sin Hambre que ofrece un plato de comida a casi la cuarta parte de los dos millones de personas que no ingieren alimentación suficiente por limitación de sus ingresos y Salud a su Hogar que amplía la cobertura de los servicios básicos de salud a quienes no están inscritos, ni en el régimen subsidiado, ni en el contributivo. Los recursos para financiar estos y otros programas sociales que materialzan el Estado social de derecho para las personas más pobres de la ciudad, provienen de los impuestos distritales concebidos como instrumento de solidaridad social.
Forma de Estado y tributación
En contraste con el Estado hipertrofiado que intervenía en todo y todo lo definía, patrocinado por el socialismo real de la Unión Soviética, la variante más agresiva del capitalismo, que se ha concretado en la concepción neoliberal del desarrollo económico, propicia la reducción del Estado para entregar a las leyes de la oferta y la demanda de los mercados la gestión de la casi totalidad de los bienes y servicios que requiere la sociedad. Mediante la privatización progresiva de los servicios estatales, no solamente se le ha entregado a poderosas compañías transnacionales y locales la administración de las empresas estatales de servicios públicos domiciliarios, los puertos y la seguridad social en salud y pensiones – y también sus utilidades -; sino que se avanza en la privatización de la justicia con la construcción y administración de cárceles por parte del sector privado e, incluso, de las fuerzas armadas con la contratación de firmas que contratan verdaderos mercenarios, como es el caso de la invasión de Iraq y del Plan Colombia.
La consigna es reducir a toda costa y a su más mínima expresión, el tamaño del Estado y reemplazar sus funciones y funcionarios por personal y gestión de la empresa privada. Esta concepción del Estado mínimo tiene, desde luego, consecuencias sobre la tributación. Su justificación teórica proviene de la Curva de Laffer, introducida a la literatura económica en los años ochenta y popularizada en la campaña presidencial del primer George Bush. La idea central es que si la tasa impositiva se eleva más allá de determinado límite, la gente trabajará menos y los ingresos tributarios descenderán. El corolario es que la reducción de los impuestos de los ricos generará más y no menos, ingresos.
Sobra decir que no funciona, por lo que le tocó a Bush padre reversar la medida y tragarse su eslogan de campaña: “Lean mis labios, ¡No más impuestos!”.
La realidad es que más que teoría económica se trata de una posición ideológica para regresar las manillas del reloj histórico al Estado gendarme decimonónico en el cual la tributación se limitaba a lo necesario para financiar el aparato administrativo, policial y judicial estatal que garantizaba la propiedad privada y la seriedad contractual, al lado de algunos servicios precarios, complementada, de cuando en cuando, con exacciones extraordinarias para sufragar las guerras.
De imponerse nuevamente una concepción tan estrecha, significaría, ni más ni menos que quitarle al Estado la capacidad de convertirse en instrumento orientador de desarrollo social. En efecto, sin tributación suficiente no hay Estado social de derecho, pues sin recursos públicos es imposible hacer efectivos los derechos; no solamente los sociales, económicos y colectivos sino también los derechos civiles y políticos, en su concepción moderna de materialidad.
Los objetivos del Milenio
Los objetivos del desarrollo contemplados en la Declaración de Milenio suscrita en el año 2000 en el marco de las Naciones Unidas son la prueba ácida de la parálisis del Estado social de derecho frente al modelo económico adoptado bajo su vigencia. En dicha declaración, los 190 países firmantes, entre ellos Colombia, se comprometieron a erradicar la pobreza extrema y el hambre, a universalizar la educación primaria gratuita, a promover la igualdad de género y a combatir el flagelo del SIDA, entre otros.
Para poder hacerle seguimiento a los objetivos, se establecieron años base, indicadores concretos y plazos específicos. Para América Latina, los resultados frente a la meta de reducción de la pobreza son francamente decepcionantes, especialmente porque el periodo analizado corresponde al de la vigencia en Colombia de la Constitución de 1991 y reflejan la paradoja del modelo neoliberal en un Estado social de derecho.
El número de personas en extrema pobreza, en vez retroceder, avanzó en Colombia y en la generalidad de los países de América Latina. En Colombia, la tasa de indigencia pasó de 20% de la población a 23.7%. Un estudio de la Misión de la Pobreza del Departamento Nacional de Planeación, concluye:
“Las reformas estructurales (léase la nueva Constitución) de comienzos de los años noventa incrementaron el gasto público social, dejando una gran inversión en capital humano, especialmente en salud y educación. Este incremento del gasto público social mejoró las condiciones de vida alcanzadas por la población en las décadas anteriores en coberturas de salud y educación, pero no fue suficiente para minimizar los efectos de la recesión económica, que dejaron niveles de desempleo, pobreza y desigualdad mucho más elevados que los años anteriores a la crisis.
Adicionalmente, los programas de asistencia social no fueron lo suficientemente ágiles para minimizar estos efectos sobre la población por: falta de financiación, inflexibilidad institucional, deficiente orientación de los beneficios a los destinatarios específicos y la carencia de sistemas de seguimiento y evaluación. Esto evidencia la necesidad de la red de apoyo social anticíclica que acumule recursos en tiempos de auge económico para atender a la población desempleada y pobre en tiempos de crisis.”
En efecto, la evolución del gasto público social y de los principales indicadores sociales en Colombia desde 1990 muestra cómo los avances iniciales fueron superados por las inclemencias del modelo económico que tiene la pobreza extrema y la desigualdad en ascenso, mientras las coberturas de los servicios sociales se encuentran en retroceso. Después de aumentar del 7% al 17% del PIB, el gasto público social se rebaja al 11% en el año 2000. En el mismo lapso, el Coeficiente de Gini que mide la distribución de ingresos muestra un aumento sensible en la concentración de la riqueza.
Lo propio se desprende de los subsidios estatales en educación superior y seguridad social que se concentran en el quintil superior de la escala de ingresos. Todo ello, mientras se triplica el servicio de la deuda pública, al pasar de 3% al 9% del PIB y absorber, en la actualidad, un 40% del presupuesto anual de la Nación. Dicho incremento se debe a la desfinanciación del gasto público, es decir, al sistema tributario vigente.
No sobra recalcar que la carga tributaria colombiana es inferior al promedio de América Latina. Mientras en países como Chile que tienen fama de ofrecer un buen ambiente para los negocios, los ingresos fiscales ascienden al 22.5% del PIB; en Colombia alcanzan el 12.6%, con lo que queda amplio margen de maniobra sin que se pueda aducir un desestímulo a la actividad económica.
La tributación en un Estado social de derecho
En el pasado, la izquierda ortodoxa planteaba la solución a la atención a los derechos sociales, no a través de la tributación sino de la expropiación. Esa fue la concepción del campo socialista. Hoy en día, las izquierdas moderadas plantean el tema de la garantía de los derechos sociales a través de la de la tributación. Se trata de allegar recursos al erario para atender progresivamente la implantación del Estado social de derecho mediante la atención de los derechos sociales, en la medida de la capacidad de las fuerzas productivas de la sociedad. Cuando se cuestionan las privatizaciones, no es por un prurito contestatario frente al sector privado. No. Se trata de alertar que las utilidades de las empresas estatales son también una fuente importante de ingresos, sin la cual, la carga tributaria aumenta para todos, mientras que los beneficios de las empresas públicas privatizadas se concentran en unos pocos.
Ahora que los bancos nacionalizados han sido recuperados a costas del erario público, que bueno sería que sus crecientes utilidades alimentaran el presupuesto nacional, enjugaran las pérdidas pasadas y contribuyeran a financiar el gasto público. No sobra mencionar que en le presupuesto anual aparece un rubro para redimir los bonos expedidos en la anterior crisis financiera para salvar a los bancos de una quiebra segura, suscitada por unas cuestionables prácticas crediticias que contribuyeron a insolventar a no pocos hogares y empresas productivas.
Para que el Estado pueda cumplir con sus funciones, especialmente en un país con tantos conflictos sociales como el nuestro, se hace necesario desentrañar el papel de la tributación en los estados democráticos contemporáneos. En primer lugar, se impone des-satanizar el concepto de la tributación que se ha convertido en una especie de explotación del Estado con el contribuyente. A ello han contribuido, desde luego, las sucesivas y ya casi anuales reformas tributarias, que lejos de obedecer a la estructuración de una política tributaria acorde con los principios y exigencias del nuevo Estado, se han convertido en herramienta fiscalista, que por su reiteración, falta de estructura y complejo andamiaje de beneficios y privilegios, han perdido aceptación, acatamiento y capacidad para allegar recursos duraderos al erario.
Tributación como derecho-deber
La nueva forma de Estado trae consigo una nueva manera de entender la tributación. Si la finalidad social emana de la soberanía popular, la contribución a su realización constituye, más allá de un deber de solidaridad, un verdadero derecho del ciudadano. Así lo empiezan a entender muchos contribuyentes. Hace unos días, el diario Portafolio circuló una separata sobre la responsabilidad social empresarial. En uno de sus apartes aparece un listado de empresas que divulgan voluntariamente el monto de su contribución impositiva en actitud de orgullo, como debe ser, al tener la capacidad contributiva de hacer su aporte a la realización de los fines sociales del Estado.
No hay tributación sin representación
El grito de los Comuneros en el Socorro, “No a la tributación sin representación”, repetido desde que los nobles ingleses le extrajeron la Magna Carta al Rey Juan en 1215, pasando por los independentistas norteamericanos hasta nuestros días, se concreta en el principio de legalidad consagrado en el artículo 338 de la Constitución: “En tiempo de paz, solamente el Congreso, las asambleas departamentales y los concejos distritales y municipales, podrán imponer contribuciones fiscales y parafiscales.” Se trata de la consagración del principio de la representación, que en la práctica de los parlamentos, sufrió una enorme metamorfosis, al punto de que ha llegado a convertirse en una forma de evasión legal de los deberes ciudadanos.
En efecto, un análisis de las normas tributarias deja entrever el complejo andamiaje de privilegios y beneficios en cabeza de quienes tienen una sustancial capacidad contributiva en desmedro de los principios de equidad y progresividad que constituyen límites constitucionales a la discrecionalidad de los órganos de elección popular para establecer los tributos. Basta verificar cómo, en cada reforma tributaria, se incorporan nuevas exenciones al capital mientras se amplía la cobertura impositiva a los consumos de primera necesidad que afectan al conglomerado en general, pero particularmente a los consumidores de bajos ingresos que no tienen capacidad contributiva.
El “lobby”, que consiste en el ejercicio de presión sobre los legisladores, se ha institucionalizado, pero sin las exigencias de otras latitudes dónde quienes participan de esas prácticas tienen que inscribirse públicamente, detallar los intereses que representan y los legisladores que financian en sus campañas electorales. El tratamiento preferencial de la publicidad, la cerveza, los servicios financieros, entre otros, son el reflejo de esa metamorfosis de la representación del interés general en interés particular. Por ese camino, las legislaturas y la administración, que en estas materias tiene iniciativa privativa, se han venido convirtiendo, en la práctica, en representantes de los sectores productivos con capacidad financiera para organizarse e influir, en detrimento de los ciudadanos dispersos que dependen de un solo voto para configurar su representación.
La progresividad como limitación de la discrecionalidad de la ley
El potencial de desnaturalización del poder legislativo a favor de intereses corporativos tiene su límite normativo en los principios y normas constitucionales que rigen la tributación, en especial el artículo 363 que establece que el sistema tributario se funda en lo principios de equidad, eficiencia y progresividad. Este último corresponde a la aplicación del derecho de igualdad en materia impositiva. Tal como lo ordena el artículo 13 superior, la igualdad debe trascender lo formal para ser material y efectiva. De ahí que la Constitución ordene a la ley darle igual trato a iguales y trato discriminatorio a quienes se encuentran en distintas condiciones de hecho, con el objeto de promover la realización del principio.
Al momento de diseñar los impuestos, el principio de progresividad obliga a la ley a establecer que a mayor ingreso, mayor sea la proporción del ingreso que se destine al erario público. Como el principio se predica del conjunto de los tributos, la Corte ha admitido los impuestos regresivos como el IVA que se aplican con independencia de la capacidad económica de los contribuyentes a los cuales grava. Respecto de dichos gravámenes (IVA, débito bancario, aranceles), el consumidor de menores ingresos termina pagando una mayor proporción de su ingreso disponible por concepto del impuesto que el de altos ingresos.
El argumento ha sido que “se presume de hecho la capacidad de pago de quienes adquieren los bienes y servicios gravados” lo cual no deja de ser una falacia para el 54% de la población sumida en la pobreza absoluta.
El principio de progresividad constituye un dique normativo a la discrecionalidad del Congreso al momento de diseñar los tributos. Con todo, en este caso, la teoría constitucional se distancia bastante de la práctica. La verificación de la participación de los impuestos en el total del recaudo, estadísticamente conduce a la conclusión de que nuestro sistema tributario es regresivo. Y más grave aún, que durante la vigencia de la Constitución de 1991, el sistema tributario ha devenido más regresivo, a pesar de la consagración constitucional del principio de progresividad. Ello se ilustra en el gráfico donde se aprecia que la participación de los impuestos progresivos desciende de 46% al 42% del total, mientras que la de los regresivos pasa del 54% al 58%.
El aumento de la regresividad se detuvo con la Sentencia C-788 de 2003 que declaró inexequible la pretensión del legislador de establecer, mediante el artículo 116 de la Ley 788 de 2002, una tasa del 2% por concepto de impuesto al valor agregado IVA a los productos de la canasta familiar.
Se trata de una sentencia hito por cuanto, por primera vez, se constata la limitación constitucional al legislador en materia del principio de progresividad respecto de un tributo individualmente considerado.
Las razones aducidas por la Corte son las siguientes:
La ampliación de la base tributaria para incorporar bienes de primera (Art. 116) fue fruto de “una decisión indiscriminada de gravar bienes y servicios totalmente diversos, la cual se tomó sin el mínimo de deliberación pública en el seno del Congreso sobre las implicaciones que ello tendría a la luz de los principios de progresividad y equidad, como lo exige el respeto al principio de no tributación sin representación.”
“Muchos de los bienes y servicios gravados…. habían sido excluidos o exentos con la finalidad de promover la igualdad real y efectiva en un Estado Social de Derecho (Art. 1° y 13 de la C.P.)”, lo cual se aprecia en la evolución histórica del IVA en el país.
Se vulneraron los principios de progresividad y de equidad que rigen el sistema tributario al ampliar la base del IVA para cobijar a todos los bienes y servicios de primera necesidad, sin que se pudiera verificar compensación por el lado del gasto público social. Por el contrario, el producido del recaudo del 2% proveniente de la aplicación de la norma acusada habría de ser destinado a financiar el gasto en seguridad y defensa.
Finalmente, “el respeto al derecho constitucional al mínimo vital (artículos 1 y 13 C.P.) protegido en un Estado social de derecho (ver apartado 4.5.3.3.2. de esta sentencia) conduce a que respecto de las personas que carecen de lo básico para subsistir en condiciones dignas – las cuales han aumentado considerablemente según la información sobre pobreza e indigencia (ver apartado 4.5.5.7. de esta sentencia)- no se pueda equiparar automáticamente capacidad para adquirir bienes y servicios, con capacidad contributiva. No se puede afirmar, en consonancia con la jurisprudencia de esta Corte sobre el IVA sintetizada en el apartado 4.5.3.4 de esta sentencia, que quien agota todo su ingreso en adquirir lo necesario para subsistir, tiene una capacidad contributiva reflejada en su posibilidad de adquirir bienes y servicios que ineludiblemente debe comprar para sobrevivir. Por ello, el deber general y universal de toda persona de contribuir a financiar los gastos del Estado se enmarca dentro de los conceptos de justicia y equidad (artículo 95 numeral 9 C.P.).”
Impuesto sobre la renta
El impuesto sobre la renta es el impuesto progresivo, por excelencia. Su estructura permite gravar con la misma tarifa, la totalidad de los ingresos de un contribuyente, sin atención a la fuente de los mismos, lo que permite lograr la llamada equidad horizontal, es decir, que todos quienes tienen la misma capacidad contributiva, respondan por la misma carga tributaria. Por otra parte, permite igualmente que la tarifa aumente en la medida que aumentan los ingresos del contribuyente obteniéndose la equidad vertical o progresividad, según la cual a mayor ingreso y mayor capacidad contributiva, mayor la proporción del ingreso que se destina a la satisfacción de las cargas públicas.
No obstante, el impuesto en Colombia está lejos de su parangón teórico. La equidad horizontal se quiebra con la previsión de cuantiosos ingresos no constitutivos de renta los cuales no se computan para la liquidación del impuesto. Se trata, ni más ni menos que de las utilidades provenientes de las acciones y participaciones en sociedades comerciales. La tesis para esta exclusión se basa en que, de pagar impuestos sobre las utilidades repartidas en cabeza de los socios, el capital estaría pagando una doble tributación, primero en cabeza de la sociedad y después por parte del socio.
El argumento es hábil, pero cuestionable. Si, como se define en el Código de Comercio, la sociedad es la conjunción del capital y el trabajo, unido al conocimiento en pos del desarrollo de una actividad económica, el argumento militaría en el sentido de excluir de igual forma, las rentas del trabajo, las cuales también habrían tributado en cabeza de la empresa. Para dar un ejemplo de las proporciones, las utilidades registradas por el sector financiero, que lo corrido del año ascienden a más de 2.5 billones de pesos, no constituirán, cuando se repartan entre sus socios, renta gravable.
La realidad es que en países de tan estricta raigambre privatista como los Estados Unidos, las utilidades recibidas por los socios son gravadas, en cabeza de quienes las reciben, así sea a tarifas menores para no desestimular la inversión.
A lo anterior se suman un alto número de exenciones y descuentos tributarios que para el año entrante suman $2.5 billones, quinientos mil millones más de lo que cuesta financiar la totalidad del andamiaje administrativo del gobierno nacional. Dichos beneficios son un verdadero gasto tributario pues corresponden a ingresos potenciales que el Estado deja dee recibir para financiar el cumplimiento de sus fines. Estas exenciones corresponden a incentivos consagrados a favor de sectores, regiones o actividades específicas con fines de estimular el empleo, la inversión o la reconstrucción después de un desastre natural.
Con todo, un examen costo-beneficio mostraría que su costo se eleva por encima de los beneficios reportados, con lo cual deberían retirarse del ordenamiento. Es el caso de las exenciones tributarias para la creación de empleo consagradas en 1999 y las de la tragedia del Río Páez, que siguen beneficiando a unos contados contribuyentes, sin que su impacto se pueda palpar en las zonas deprimidas del Departamento del Cauca, hoy escena de una grave confrontación socioeconómica entre indígenas y terratenientes.
El cúmulo de beneficios tributarios, además de restarle ingresos al erario, contribuye a restarle progresividad al impuesto. Un estudio realizado por de la Contraloría General de la República en el año 2000, después de analizar el impacto de los beneficios tributarios en la base gravable, concluyó que la tarifa implícita del impuesto sobre la renta de los grandes contribuyentes y personas jurídicas era del 24%, 11 puntos porcentuales menos que la nominal de 35%, mientras que la de las personas naturales corresponde a la tarifa plena al no tener la posibilidad de descontar costos y estar asegurado su recaudo por la retención en la fuente. Mas aún, como lo señala tributarista Bernardo Carreño Varela al concluir que “el sistema tributario en Colombia no cumple con lo requisitos que exige el artículo 363 de la Carta Política”, “a ello debe añadirse que las tarifas del impuesto a la renta de las personas naturales no son progresivas sino regresivas en cuanto al llegar a un nivel de $40.200.000 (artículo 100 Ley 223/96)(hoy sesenta millones, la tarifa se vuelve estática y ese nivel alcanza apenas a los ejecutivos medios de las empresas.”
En consecuencia, el sistema tributario colombiano es incluso más regresivo de lo que se muestra en el Cuadro No.3, ya que el impuesto sobre la renta, que representa el 40.6% de los ingresos corrientes, no cumple plenamente con los requisitos de progresividad que de él se predican. Esta estructura viciada, además, le resta elasticidad al recaudo, es decir, capacidad para producir ingresos al erario cuando aumenten la actividad económica y las rentas de los contribuyentes. La consecuencia se aprecia en las sucesivas reformas tributarias de corte fiscalista para intentar tapar el creciente déficit fiscal y la insistencia en aumentar el IVA, impuesto muy productivo, que no afecta de manera significativa a las grandes rentas pero si a los consumidores de medianos y bajos ingresos.
Política tributaria como política de Estado
Ante la situación descrita, son muchas las voces que alientan al Gobierno y al Congreso para reemplazar las reformas tributarias anuales con una reforma tributaria de carácter estructural que le devuelva equidad y, con ella, elasticidad, al sistema tributario. Como lo señaló la Corte Constitucional en la Sentencia C-776 arriba citada, toda reforma al sistema tributario debe atender a la capacidad contributiva de los ciudadanos. Atrás quedaron las posibilidades de presumir dicha capacidad comoquiera que su violación, además de desatender claros principios constitucionales, constituye un freno para el desarrollo económico y social.
En un país de tan grandes diferencias y desigualdades económicas, la ampliación de la base del IVA y de otros gravámenes indirectos a las personas que se encuentran por debajo de la línea de la pobreza, puede contribuir al fenómeno de la superproducción relativa. Es decir, a la producción de mercancía que no encuentra compradores en razón de la incapacidad de pago de la población. De ello son testigo las cifras que se publican periódicamente sobre la reducción en el consumo de bienes de primera necesidad como el arroz, la leche y los huevos. Un reflejo de esta situación aparece también en la declaración del Comité de Derechos Sociales y Económicos de las Naciones Unidas al establecer que el hambre crónica que afecta a 1200 millones de personas en el planeta se debe a la insuficiencia de recursos de los pobres y no a la carencia de alimentos en las sociedades a las que pertenecen.
La tributación para la materialización del Estado social de derecho es un imperativo y debe corresponder a una política de Estado y no de gobierno. En esa dirección se debe buscar un gran pacto fiscal entre todas las corrientes políticas, económicas y sociales, capaz de establecer una política tributaria a tono con la forma de Estado y las necesidades de financiamiento que esta implica, pero estructurada, dentro de los postulados que informan al Estado social de derecho.
Cómo elementos básicos para la proyección de esa política de Estado se deben contemplar, como mínimo, los siguientes elementos:
Eliminación de las exenciones tributarias a sectores, regiones y actividades específicas que no produzcan beneficios superiores a los costos tributarios que implican.
Aumento paulatino de la progresividad del sistema tributario mediante una reforma estructural del impuesto sobre la renta para devolverle equidad y elasticidad
Protección y, en algunos casos, mejoramiento de la capacidad adquisitiva de los sectores de menores ingresos, los cuales gozan de limitadas exenciones y descuentos tributarios.
Limitación a la concesión de beneficios tributarios, exenciones, exclusiones y descuentos a los requeridos para asegurar el principio de solidaridad y protección de la familia y su mínimo vital y, en el campo económico, a incentivos acompañados de previos estudios que los justifiquen y sujetos a evaluación y comprobación posterior para acreditarlos y extenderlos en el tiempo.
La inserción del país en la globalización no puede depender de la competencia internacional por ofrecer las menores tasas impositivas y los menores salarios. Una sana competencia, compatible con una sociedad armónica y ajustada a los mandatos constitucionales impone la búsqueda de la eficiencia económica por la vía de la tecnología y el mejoramiento de los sistemas productivos y gerenciales. Competir en los mercados internacionales ofreciendo cada vez menos garantías laborales y un Estado mínimo que no cobra los impuestos necesarios para el desarrollo social, la eliminación de la pobreza y la garantía de lo derechos económicos y sociales, es insostenible en el tiempo y humanamente injustificable. No se trata, en resumen, de glorificar la tributación sino de colocarla al servicio de la equidad social.
Bogotá, 27 de octubre de 2005.