EDITORIAL TSC /
El pasado jueves 21 de noviembre en una contundente decisión, la Corte Penal Internacional (CPI) con sede en La Haya dictó una orden de arresto contra el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y su exministro de Defensa, Yoav Gallant, acusados de crímenes de guerra y lesa humanidad como utilizar la “inanición como método de guerra” o perpetrar “asesinato, persecución y otros actos inhumanos” contra la población palestina asentada en la Franja de Gaza.
En términos políticos, la decisión es enormemente relevante si se tierne en cuenta que es la primera vez en la historia de la CPI que se ordena el arresto del líder de un país aliado de Estados Unidos y de la OTAN.
Es que el genocidio contra el pueblo palestino no puede quedar impune, pues el cuadro de agresiones, ataques y toda clase de crímenes es atroz: más de 44.000 palestinos asesinados en el peor genocidio en lo que llevamos de siglo XXI —la mayoría mujeres y niños. Destrucción de más del 60 % de todas las edificaciones de la Franja de Gaz, incluyendo hospitales, universidades y colegios. Corte de suministro de energía, de agua, de gas y de alimentos a más de dos millones de personas. Lanzamiento de cadáveres desde los techos y atamiento de palestinos heridos al capó de los tanques israelíes para utilizarlos como escudos humanos, después de más de un año de contemplar en las pantallas de todo el mundo la primera limpieza étnica de la era digital.
De ahí que la orden de arresto de la CPI tiene un profundo significado y ayuda a consolidar la opinión pública —cada vez más mayoritariamente en contra del genocidio— en los países que tienen el poder para pararlo.
Además de su alcance político, la decisión del fiscal Karim Kahn también tiene consecuencias materiales. Si Netanyahu viajase a uno de los 124 países firmantes del Estatuto de Roma, debería ser detenido. Así, el Primer ministro israelí pasa a ser un paria tras la orden de captura de la CPI.
Aunque la idea de establecer un órgano penal, independiente y supranacional se viene debatiendo desde que tuvieron lugar los juicios de Nüremberg, la iniciativa terminó de cristalizar después de los genocidios de Yugoslavia y Ruanda. En el año 1998 en la ciudad de Roma, se celebró una conferencia de la ONU en la que diversos países se comprometieron a crear la CPI.
El Estatuto de Roma entró en vigor en el año 2002 y obliga a los países firmantes a someterse a la jurisdicción de la Corte. Aunque varias de las grandes potencias, como Estados Unidos, Rusia, China o la India no han querido firmar el Estatuto —y muchas veces han tomado acciones decididas para intentar sabotearlo—, la mayor parte de los países de Europa y de América Latina, así como Canadá, Japón, Australia o buena parte de los países de África sí lo han suscrito. De esta forma y aunque la CPI no cuenta con cuerpos policiales propios, si Netanyahu o Gallant pisasen suelo soberano de alguno de estos 124 países, las fuerzas de seguridad del Estado correspondiente estarían obligadas a detenerlos y a ponerlos a disposición de la Corte en La Haya en cumplimiento del derecho internacional.