Amigas y amigos todos:
Permítanme hoy, cuando presentamos este libro Economía de los Derechos, hacer reminiscencia sobre las inquietudes y reflexiones que me venían a la mente cuando comenzaba a ejercer la profesión de economista. Sentía que me faltaba algo. Recuerdo la aguda angustia que me causaba la enorme distancia entre la teoría de la ley y la práctica económica y comprendí muy pronto que era necesario adentrarse en el mundo del derecho para darle consistencia a los conocimientos de la economía. Por ello decidí regresar a las aulas universitarias y hacerme abogada, allí dónde enseñaba economía. Fue en el año de la Asamblea Constituyente y por ello pertenezco a la nueva generación de abogadas y abogados curtidos en los nuevos métodos de interpretación, amigos de la nueva Constitución y defensores del Estado social de derecho.
Estado social de derecho tardío que algunos consideran una simple continuación evolutiva del superado Estado de derecho, pero que otros lo concebimos como un salto, por cuanto al definirse al Estado un objetivo social para su propia existencia, se está dando también un salto en las relaciones de producción, en lo atinente a lo que se produce y a lo que realmente se apropia toda la sociedad.
Por ello es que en este libro sostengo que en nuestro ordenamiento constitucional, los derechos sociales no son retórica normativa sino mandatos exigibles y justiciables. Pero para que los derechos puedan ser materialmente realizables es necesario garantizar su viabilidad fiscal. De poco sirven las perceptivas formales si no van acompañadas del respaldo financiero y de la decisión política que las traduzca en práctica estatal y social. La realidad es que allí dónde el Estado no es capaz de organizar un sistema tributario productivo y justo, no estarán garantizados los derechos de los ciudadanos. Ni el derecho de propiedad – Manzana de la Discordia según Madison-, ni la libertad de locomoción, ni la universalización de la salud, ni la liberación del hambre, pues todos los derechos, y no solamente los derechos sociales, cuestan.
Y eso ocurre entre nosotros. Las sucesivas reformas tributarias, lejos de obedecer a la estructuración de una política tributaria acorde con los principios y exigencias del nuevo Estado, se han convertido en herramienta fiscalista, que por su reiteración, falta de estructura y complejo andamiaje de beneficios y privilegios, han perdido aceptación, acatamiento y capacidad para allegar recursos duraderos al erario.
La nueva forma de Estado trae también una nueva manera de entender la tributación. Si la finalidad social emana de la soberanía popular, la contribución a su realización constituye, más allá de un deber de solidaridad, un verdadero derecho del ciudadano. Así lo empiezan a entender muchos contribuyentes. Hace unos días, el diario Portafolio circuló una separata sobre la responsabilidad social empresarial. En uno de sus apartes aparece un listado de empresas que divulgan voluntariamente el monto de su contribución impositiva en actitud de orgullo, como debe ser, al tener la capacidad contributiva de hacer su aporte a la realización de los fines sociales del Estado.
En el Estado social de derecho, la progresividad del sistema tributario no es más que otra emanación del principio de igualdad en su concepción material que exige a los poderes públicos la aplicación de medidas desiguales, más no arbitrarias, para corregir las desigualdades de hecho entre las personas. Por ello, en la actualidad, ya no es necesario sustentar dicho precepto en principios éticos o propuestas programáticas sino que constituye un atributo judicialmente exigible de la tributación.
En el Estado democrático contemporáneo tampoco es posible separar y considerar aisladamente los ingresos fiscales de los gastos que se financian. En estos escritos se sostiene, que al igual de lo que sucede con la equidad tributaria, la discrecionalidad del Gobierno y del Congreso en materia de gasto público está claramente limitada por el texto constitucional y por los valores que lo respaldan, es decir, por su proyección social y democrática. Aquí surgen exigencias de gasto público orientadas a la realización de la libertad en su acepción contemporánea que incluye un mínimo vital garantizado como presupuesto de la autonomía individual. Es lo que en nuestro medio implementa el Alcalde Mayor de Bogotá, Luis Eduardo Garzón, con el Plan Bogotá sin Indiferencia que está concretando el sueño de los maestros del invento, así bautizado por Nicolás Buenaventura, del “aula sin hambre”.
Una de las principales críticas desde el campo de la economía a la concreción del Estado social de derecho sugiere efectos negativos sobre los incentivos al trabajo productivo de los beneficiarios de las transferencias de seguridad social y de servicios gratuitos o subsidiados de educación, salud, nutrición, vivienda y cuidado infantil, acompañados de las consecuencias negativas en la forma de mayores niveles de tributación por la contraparte de los ingresos. Para contrastar esta crítica, en el texto se trae a colación la creciente literatura económica que asocia positivamente el crecimiento económico con la equidad y que sugiere un impacto económico positivo de las inversiones en salud y en educación. Es más, la evidencia empírica sugiere que una distribución más equitativa del ingreso y de la propiedad puede ser condición determinante para el crecimiento económico. Me refiero a los escritos de Robert Barro y Jeffrey Sachs, entre otros.
Colombia ocupa, según nos lo recordó el reciente estudio de Naciones Unidas, un oprobioso tercer lugar entre los países con mayor desigualdad de ingresos del continente y el undécimo a nivel mundial. La realización del Estado social de derecho entre nosotros se convierte, entonces, no solamente en una exigencia normativa de la Constitución, sino también en una necesidad positiva del desarrollo y del crecimiento económico.
Con todo, subsiste el interrogante de ¿cómo garantizar que el Gobierno y las mayorías parlamentarias que se conforman para la aprobación de los presupuestos anuales y la autorización de los recursos fiscales necesarios para financiarlos no terminen por anular los mandatos distributivos de la fórmula constitucional?
La respuesta corresponde al doble enfoque metodológico utilizado a lo largo del texto. Desde la óptica jurídica, se hace una defensa de las atribuciones y de la autonomía de la Corte Constitucional frente al embate contra-reformista que ha surgido con motivo de sus fallos controvertidos, especialmente los de implicaciones económicas. En las reacciones enconadas y encontradas frente a esas sentencias se manifiesta, al igual que en el origen político del déficit fiscal, lo que los economistas neo-institucionales denominan la Tragedia del Común. Según esta metáfora teórica, existen claros incentivos económicos para comportamientos que inducen la generación de un déficit fiscal. Por el lado de los ingresos, los demandantes de apropiaciones presupuestales no tienen conciencia del costo tributario de sus exigencias, pues este se distribuye entre la totalidad de los contribuyentes. En consecuencia, no respaldarán tampoco medidas que aumenten los impuestos y, en últimas favorecerán el Estado Mínimo que cobre el mínimo de impuestos. Por el lado del gasto, se tendrá la percepción de que se trata de una pequeña porción plenamente justificada cuya insatisfacción por parte del Estado se entenderá ilegitima.
Para hacer compatible la necesidad colectiva de la estabilidad fiscal con el principio democrático debemos diseñar instituciones presupuestales participativas. Desde la perspectiva de la economía política es claro que la concertación de los niveles de impuestos y de gasto, así como su composición, mediante mecanismos institucionalizados que garanticen la participación pluralista de todos los afectados, tienen más posibilidades de ser considerados justos y, por tanto, mayor probabilidad de ser acatados; que las discusiones maniobradas para conquistar votos en recintos cerrados que hoy caracterizan la negociación presupuestal. La conclusión es clara: en materia fiscal, como en los demás campos de la vida social, necesitamos más y no menos democracia.
Y de manera más general, como concluye uno de los capítulos, para que el derecho pueda cumplir su función pacificadora en la sociedad, debemos colectivamente adoptar la decisión política de reconocer en acto realista los derechos sociales fundamentales, no solamente en la teoría, sino también en la práctica. Hacerlo es clave para que podamos seguir hablando de Estado social de derecho y de contar con una Constitución democrática. De lo contrario nos exponemos a que se repita lo que alguien comentaba de la Constitución de Weimer: “Es una Constitución democrática, sin demócratas.”
Para terminar, quiero hacer, entre todos los agradecimientos debidos, los más sensibles. A mis padres y a mis hermanos Eduardo y Mauricio con quienes aprendí de tolerancia y de solidaridad. A Carlos Romero, con quien descubrí que el mundo se puede cambiar también un paso a la vez mientras haya amor, fidelidad y compromiso. Al ex presidente Alfonso López Michelsen, quién propició mis primeros pasos en los contactos con la realidad económica, política y social del país, cuando aún, casi sin desempacar mi título de la Universidad de Harvard, me dio la oportunidad singular de introducirme en el mundo de los grandes contrastes que genera el poder. Al profesor y magistrado Manuel José Cepeda, quién con generosidad alimentó en discusiones y aportes bibliográficos mis investigaciones de Derecho y Economía, al punto de que a él debo el título de esta obra. A Carlos Ariel Sánchez, quien me regresó a este Claustro dónde me inicié hace ya treinta años como profesora, a cumplir mi vocación primera, la cátedra y la investigación. Y, no por último, el menos significativo, a los señores rector y vicerrector de la Universidad, al doctor Eduardo Quiceno, Director de la Biblioteca Editorial Diké y a nuestro Decano de Jurisprudencia doctor Venegas, sin cuyo concurso la publicación de esta obra no habría sido posible.
Bogotá, Aula Máxima de la Universidad del Rosario, 19 de septiembre de 2005.