POR ATILIO A. BORON /
Texto de la introducción del libro ¿Qué hacer? Organización, Partido, Transformación Social (2024), editado por el Instituto Nacional de Formación Política del partido Morena de México.
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Las transformaciones experimentadas por el capitalismo contemporáneo ponen de relieve la necesidad política de recurrir, una vez más, al ¿Qué hacer? de Vladimir Ilich Lenin. Un lector escéptico seguramente objetaría esta afirmación argumentando, en sentido contrario, que precisamente son aquellas mutaciones las que habrían decretado la obsolescencia de una obra publicada en 1902 en la sociedad más atrasada de Europa y todavía sometida a la brutal represión de la autocracia zarista. Este rechazo se acentúa, en la crítica del escéptico, cuando nos hace notar que en el seno mismo del pensamiento crítico proliferaron en la última década del pasado siglo una serie de duras críticas a la teoría leninista del partido y, por extensión, a toda su reflexión en torno al tema de la organización.
Con relación a esto último hay que decir que algunos autores llegaron al extremo de plantear un rechazo categórico a la utilidad práctica de la temática, argumentando que las multitudes plebeyas cambiarían al mundo sin necesidad de canalizar sus impulsos transformadores a través de algún tipo de organización. Subyace a esta sorprendente abominación, cultivada con esmero en las diversas obras de Antonio Negri, Michael Hardt y John Holloway, la idea de que las organizaciones, cualquiera que sea su tipo, lo que hacen es castrar el impulso revolucionario o subversivo de las masas o, en el mejor de los casos, desviarlo del recto camino que deberían recorrer.
Ante una afirmación de este tipo cabe resaltar, como se hace en este libro, que no hubo una teoría del partido en Lenin sino cuatro formulaciones diferentes, cuya naturaleza iba cambiando en función de las mutaciones producidas por los avatares de las luchas de clases en Rusia. La versión considerada como canónica es la primera, la de 1902, pero hubo tres más que respondían de modo muy creativo a los nuevos desafíos que planteaban los revolucionarios cambios económicos, sociales y políticos que estaban transformando a Rusia. Pero, además, habría que decir que el desdén por la temática de la organización es tanto más sorprendente en la medida en que las masas plebeyas, que no tienen ni dinero, medios de comunicación, universidades, think tanks u otros recursos materiales o institucionales, solo cuentan con su número, y este será efectivo en la medida en que esa enorme masa amorfa que conforma el pobretariado contemporáneo pueda convertir al número en una fuerza política eficaz. Para ello la masa debe organizarse, pues de lo contrario, como lo demuestra la historia, la sola mayoría de los condenados de la tierra será incapaz de transformar al mundo y luchar contra sus opresores.
De ser las cosas como lo sostienen los críticos de la organización, de toda organización, un país como la India habría redimido a sus centenares de millones de oprimidos y degradados hace siglos, pero nada de eso ha ocurrido. La sola pobreza, no importa cuán extensa y añosa sea, no engendra revoluciones.
Para ello hacen falta otros ingredientes: conciencia, liderazgos y, sobre todo, organización.
Podría argüirse que en los capitalismos contemporáneos las formas tradicionales de organización de las clases trabajadoras atraviesan por una profunda crisis. Es un dato apreciable a simple vista la disminución del poderío del otrora poderoso movimiento sindical de la segunda posguerra; lo mismo cabe decir de los partidos políticos de izquierda. En la actualidad, solo Suecia y Noruega conservan un movimiento sindical que afilia a más del cincuenta por ciento de sus trabajadores.
En Italia, solo uno de cada tres está afiliado a un sindicato; en el Reino Unido, uno de cada cuatro; y en España y Estados Unidos, poco más del diez por ciento. En México la tasa fluctúa en torno al trece por ciento. Argentina y Uruguay son los dos países latinoamericanos con mayores índices de afiliación, en torno al treinta por ciento. Todas estas cifras hay que tomarlas —especialmente, pero no solo en el caso latinoamericano— con extremo cuidado, porque se refieren a la proporción sobre un universo de trabajadores registrados o formalizados. De hecho, el enorme crecimiento de la informalidad laboral en países como la Argentina, y también en el resto de la región, hace que todos estos guarismos deban ser ponderados a la baja a la hora de analizar los alcances de la sindicalización en el seno de las clases y capas populares. No muy distinta ha sido la evolución de las fuerzas políticas socialistas y comunistas en Europa y Latinoamérica, todo lo cual plantea numerosos interrogantes y la vigencia de la pregunta de Lenin sobre cómo enfrentar estos desafíos.
Va de suyo que las respuestas que podrían ofrecerse no serán producto de un ejercicio académico, sino que brotarán de las nuevas experiencias de las luchas populares. De hecho, si algo caracteriza las últimas dos décadas de la historia
de nuestra región es la proliferación de nuevas formas organizativas en el terreno de las reivindicaciones económicas o en la política electoral. La declinante gravitación del sindicalismo tradicional ha sido compensada en muchos países por el vigoroso crecimiento de nuevas organizaciones, los ≪movimientos sociales≫, asentados en los territorios y que han logrado contener y expresar las demandas de las clases y capas sociales más vulnerables de nuestras sociedades. En el terreno político, la crisis de la forma-partido tradicional ha sido reemplazada, en el caso de México con mucho éxito, por una creación como Morena; en Bolivia, con el MAS; y más recientemente, con la heteróclita alianza que proyectó a la Presidencia de Colombia a Gustavo Petro. Tanto en el plano sindical como en el de la política partidaria lo que se observa es la búsqueda de nuevas formas distintas a las tradicionales, confirmando que, al igual que en la naturaleza, la política también aborrece el vacío, y allí donde aquellas entran en crisis la creatividad popular las reemplaza con otras más idóneas para la defensa de sus intereses.
Una última reflexión: queremos llamar la atención sobre una llamativa discordancia que debería suscitar la curiosidad de los militantes e intelectuales orgánicos del campo popular.
En efecto, la derecha no ha hecho otra cosa que ir perfeccionando sus dispositivos de articulación y organización internacional. El Foro Económico Mundial de Davos comienza a funcionar en 1974 y persiste hasta nuestros días. Steve Bannon, Eduardo Bolsonaro, José Kast, Santiago Abascal (líder de Vox) y el polaco Lech Walesa, están trabajando sin pausa para crear una Internacional de la Derecha —en realidad, de la ultraderecha—, que, si bien no existe del todo institucionalmente, si está vigente en los hechos.
En Estados Unidos, la Conservative Political Action Conference (CPAC) ha adquirido una fuerza considerable y es un punto de convergencia de los más diversos partidos de la derecha a escala mundial, compitiendo con éxito con las más débiles articulaciones del progresismo como el Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla.
Grandes conglomerados empresariales fomentan y financian estos esfuerzos de organización planetaria de los grupos conservadores, a los que se suman los ingentes fondos de distintas agencias del gobierno de Estados Unidos y sus terminales en diversas oenegés. Frente a esta situación, resulta lamentable que la predica anti-organización de algunos intelectuales de izquierda haya tenido como consecuencia —no querida, sin duda— la crisis y desaparición del Foro Social Mundial (FSM) de Porto Alegre, que a comienzos de este siglo se había convertido en una alternativa a la dictadura mundial planificada desde Davos. Desgraciadamente, en el FSM se perdió una discusión crucial sobre si debía o no articularse una estrategia internacional para luchar contra la globalización neoliberal y sus principales promotores y beneficiarios. La respuesta mayoritaria de los integrantes del FSM se inclinó por la negativa, por la exaltación de las luchas locales y nacionales, haciendo caso omiso al hecho de que estábamos oponiéndonos a un enemigo que si actuaba según una estrategia global y que mal podía combatirse apelando al fervor militante de fuerzas que concebían su lucha en términos estrechamente locales y a veces ni siquiera nacionales. Los resultados están a la vista en el fenomenal retroceso social experimentado por la región en casi todos los países, con algunas pocas excepciones.
Dado lo anterior, estoy convencido de que una lectura cuidadosa, no talmúdica, del ¿Qué hacer? de Lenin nos servirá de fuente de inspiración para evitar caer en nuevos desaciertos en los difíciles tiempos que corren.
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