Por Karin Pettersson
Es una tragedia, pero es inevitable: cuando falta más nos hace, la socialdemocracia se encuentra en su punto histórico más bajo. Pero, ¿qué pueden hacer los progresistas? Veamos cuatro lecciones para el futuro que la izquierda tiene que comprender, y cuatro maneras de pensar en el camino que queda por delante.
Cómo ha cambiado el mundo. Adiós a la edad de oro
En 1979, el demógrafo francés Jean Fourastié acuñó la frase Les Trentes Glorieuses para designar el período que iba desde el final de la 2ª Guerra Mundial hasta la primera crisis del petróleo, en 1973. Fue una etapa de prosperidad económica, aumento de los estándares de vida y crecimiento de los salarios reales en Europa occidental y EE.UU.
Más de 35 años después, todavía existen numerosos políticos de izquierdas que se quedaron anclados en la nostalgia y que fantasean con ese período, aunque esa edad dorada pasó hace más tiempo del que duró y el mundo del que surgió ya no existe.
Quizá la característica más singular de la era de posguerra fue el equilibrio que se estableció entre el trabajo y el capital. Los sindicatos negociaban los salarios con las empresas, el crecimiento de los salarios de los trabajadores generaba una mayor demanda, y esto a su vez aumentaba los beneficios de los empresarios, y por último los gobiernos complementaban este régimen con políticas económicas keynesianas. El único asunto que los científicos políticos no pueden resolver es si se llegó a este acuerdo gracias a la benevolencia de los capitalistas o a la presión de los trabajadores.
Aunque no todo es tan fácil. Como enunciaba Peter Hall, son tres los factores que hicieron esto posible.
En primer lugar, cuando acabó la guerra, el recuerdo de los intensos conflictos de clase estaba todavía fresco en la memoria de la gente. Los políticos, tanto de derechas como de izquierdas, comprendieron la necesidad de adoptar políticas que mejoraran la calidad de vida de una mayoría. En muchos países, los gobiernos conservadores o de derechas resultaron decisivos para implementar redes de protección social y políticas de bienestar.
En segundo lugar, los economistas favorecían la idea de que el pleno empleo era un objetivo que los gobiernos podían alcanzar y esto incentivó que los partidos mayoritarios de la izquierda hicieran las paces con el capitalismo, en lugar de buscar alternativas más radicales.
Por último, existía una trayectoria electoral cuyo objetivo era crear un Estado del bienestar más sólido. La clase social todavía decidía la mayoría de los votos, pero la izquierda política que representaba a la clase trabajadora podía alcanzar acuerdos con los partidos de clase media sobre programas que ofrecieran prestaciones sociales y políticas económicas activas. Hoy en día, no se da ninguna de estas tres condiciones.
No es solo el comercio, tonto
Si se escucha a los populistas de derechas o de izquierdas, se podría erróneamente creer que al cerrar las fronteras regresaremos automáticamente a tiempos más felices. Dejémoslo claro: muchos de los defensores del libre mercado no supieron reconocer los efectos negativos del comercio internacional y la política como instrumento fracasó estrepitosamente en su intento de compensar a los que salieron perdiendo en el proceso. Sin embargo, la gran noticia de los últimos 30 años es algo completamente distinto.
La fuerza impulsora del cambio en las sociedades capitalistas occidentales es la transición entre industrialización y posindustrialización. En comparación con eso, todas las demás consideraciones no son más que superficiales. Cuando los trabajadores pasaron de la cadena de producción al sector servicios, la manera de funcionar de la economía cambió, aunque también cambiaron las relaciones de poder, las identidades y las políticas.
En la época de posguerra, los sindicatos protegían los derechos de los trabajadores. Con la transición a una economía de servicios, su poder ha disminuido y el resultado es que el papel de los sindicatos como contrapeso al poder empresarial se ha debilitado drásticamente, así como su capacidad para apoyar políticamente a los partidos socialdemócratas. Los trabajos actuales a menudo requieren una alta cualificación, u ofrecen sueldos bajos y poca seguridad. Es difícil encontrar “buenos” trabajos que requieran poca o mediana cualificación. La polaridad de estos dos mercados de trabajo fomenta la desigualdad, pero no solo en términos salariales, sino que también influye sobre quién puede acceder a la estabilidad, a hacer planes y a tener esperanzas en el futuro.
Otro gran cambio es la educación. Hoy en día, en los países occidentales, casi la mitad de la población tiene un título universitario de algún tipo (normalmente, como resultado de políticas establecidas por partidos socialdemócratas). Esto también influye en los valores de las personas y en su sentimiento de identidad, además de añadir un obstáculo adicional al voto de clase.
Por último, el orden económico de la posguerra sufrió una conmoción fundamental, aunque obviada muy a menudo, cuando las mujeres pasaron, en el espacio de una generación, de ser amas de casa a competir con los hombres en el mercado de trabajo. Hoy en día, el discurso público está obsesionado con la inmigración, pero este desafío no es nada comparado con el impacto que provocó el aumento del número de mujeres que competían con los hombres en el ámbito laboral.
Los cambios que aquí se indican son fundamentales e imposibles de revertir. No solo tuvieron consecuencias económicas importantísimas, sino que también supusieron un desafío y alteraron identidades, valores y políticas de tal manera que sus ecos todavía resuenan en nuestras sociedades.
También son las políticas
El aumento del populismo no solo es una reacción a los drásticos, pero inevitables, cambios estructurales, sino que debe entenderse también como la consecuencia de las políticas neoliberales que inclinaron la balanza para el lado del capital o del trabajo.
A finales de la Segunda Guerra Mundial, el sociólogo Karl Polanyi escribió en su célebre texto: “Una sociedad basada solamente en el libre mercado es un proyecto utópico, imposible de llevar a cabo, porque la gente se resistirá a ser convertida en un producto”.
Polanyi estaba convencido de que los mercados no regulados y la mercantilización absoluta de los seres humanos llevaría al fascismo. Su libro La gran transformación se publicó justo antes de que diera comienzo la época de posguerra, época en la que se crearían las redes de protección social y los sistemas de bienestar que respondieron exactamente al miedo que albergaba Polanyi.
Estas políticas se pudieron ejecutar porque los políticos tanto de derechas como de izquierdas comprendían los riesgos que tienen la pobreza y el desempleo en masa. Como señalaba el historiador Tony Judt en Postguerra, el plan Marshall tuvo consecuencias económicas, aunque evitó una crisis política, pues el objetivo era evitar que las garras del fascismo y del totalitarismo atraparan a Europa de nuevo.
Cuando comenzó a popularizarse el neoliberalismo, esta lección se olvidó. En la década de 1980 y 1990, el espectro de la inflación se convirtió en el foco central de las políticas económicas de los partidos en el gobierno.
Al mismo tiempo, mientras que los sindicatos perdían fuerza, el capital se organizaba y movilizaba gracias a la energía que le daban las teorías económicas del fundamentalismo de mercado. Se desarrollaron políticas que contribuyeron al desmoronamiento del contrato social, las políticas económicas de los principales partidos de derechas o de izquierdas convergían y, en muchos casos, los socialdemócratas fueron los primeros en adoptarlas. La consecuencia fue que una gran parte de los votantes de clase trabajadora se quedó sin representación.
El resultado de estos cambios estructurales y de estas políticas neoliberales es la explosión de la desigualdad, que el economista francés Thomas Piketty quizá haya sido el mejor en describir. Su investigación muestra cómo la relativamente justa distribución de la riqueza que se produjo gracias a las instituciones erigidas durante la posguerra está desapareciendo. En un mundo en el que rendimiento del capital está superando al nivel de crecimiento, la acumulación de bienes por parte de los que ya son ricos supone un desafío a las ideas de equidad y justicia que tan fundamentales son en la construcción de las democracias occidentales.
Poco a poco, el capitalismo se está devorando a sí mismo, y sus consecuencias tienen el potencial de ser drásticas en lo que a estabilidad social y democracia liberal se refiere.
El fin del crecimiento
Uno de los supuestos fundamentales de nuestro orden político es la idea de que habrá niveles de crecimiento permanentes y estables. Actualmente, se está poniendo esta idea en tela de juicio. No solo Piketty predice que habrá niveles de crecimiento más bajos en un futuro próximo, sino que el economista americano Robert Gordon sugiere que el rápido progreso que hemos experimentado en los últimos 250 años podría resultar un período irrepetible de la historia.
El crecimiento es el resultado del aumento de la productividad o del aumento de la población. Como demostró Gordon, el aumento de la productividad derivado de la revolución de internet se ha debilitado en los últimos años. En comparación con los inventos de la revolución industrial, los cambios tecnológicos actuales no parecen incrementar de manera significativa la productividad laboral o los estándares de vida. Al mismo tiempo, la población de muchos países europeos está envejeciendo rápidamente.
Con toda probabilidad, los compromisos políticos que se adopten en la próxima generación tendrán de fondo un panorama con recursos más escasos y menor crecimiento. Las políticas que se conciban a partir de esas restricciones serán muy diferentes de las que conocemos.
Lo que dificulta las cosas es el hecho de que los países de la UEM [Unión Económica y Monetaria de la Unión Europea] tienen las manos atadas por una cuerda que combina enorme endeudamiento y objetivos fiscales. El científico político alemán Walter Streeck lo denomina el “estado de consolidación”: cuando los gobiernos perciben que su única opción para cuadrar los presupuestos es recortar todavía más redes asistenciales de la seguridad social.
Al mismo tiempo, el mercado de trabajo está experimentando cambios radicales. Algunos economistas piensan que es posible que el automatismo altere nuestras sociedades, borre de un plumazo muchos trabajos de la clase media y cambie drásticamente el mercado de trabajo y el tejido que compone la sociedad. Otros economistas argumentan que eventualmente un mayor automatismo conllevará tanto a una mayor demanda de nuevos productos como a una mayor creación de trabajos.
Sea cual sea el resultado, los cambios tecnológicos están ejerciendo una presión mayúscula sobre el mercado de trabajo. Como mínimo, estamos iniciando un nuevo período de dolorosa transición en la que los conocimientos de muchas personas pasarán a estar obsoletos. Esta evolución acelerará la ya extendida desigualdad y resquebrajará más todavía el ya frágil contrato social.
El camino por delante. Regreso al Estado
No hay soluciones nacionales a las grandes preguntas de nuestro tiempo: cambio climático, migraciones o la crisis del capitalismo mundial. Los objetivos de los socialdemócratas deben ser las sociedades abiertas, la cooperación internacional y el flujo de ideas y personas a través de las fronteras. Sin embargo, al fin y al cabo, la política es local y aunque las personas estén perdiendo su confianza en la política, los líderes progresistas tienen que recuperar a los votantes y solicitarles un nuevo mandato. Los populistas ya se han dado cuenta, pero extrañamente la izquierda está tardando mucho en responder.
La buena noticia es que el Estado del bienestar ha aguantado los envites mejor de lo que muchas personas habrían podido pensar al principio de la era neoliberal, y las diferencias entre países siguen siendo grandes en lo que a redistribución, niveles de tributación y justicia social se refiere. No existe una confluencia institucional hacia un único modelo de bajos impuestos y Estado del bienestar en su mínima expresión. Es un mito neoliberal que la competitividad entre países y el rendimiento económico dependan de los bajos impuestos y de los mercados liberalizados. Al contrario, el éxito económico es un poliedro en el que tienen cabida políticas nacionales diferentes que permitan avanzar un proyecto progresista.
Inmigración y sus descontentos
¿El populismo es una reacción en contra de la inseguridad económica en las economías posindustriales, o en contra de los valores liberales y progresistas? Los científicos políticos como la académica de Harvard Pippa Norris han encontrado pruebas de lo segundo. El problema de este argumento es que los valores, como es lógico, no existen por separado o independientemente de las realidades económicas o la velocidad del cambio tecnológico.
No obstante, es importante reconocer que la tendencia a largo plazo es que los valores cambien y apoyen más democracia, tolerancia e igualdad de género. Cualquier movimiento político que quiera representar un papel en el futuro tiene que tener esto presente.
Vivimos en una era de globalización y migración, pero al mismo tiempo el Estado-nación seguirá siendo el principio organizativo de la política en el futuro próximo. En ese mundo, las fronteras y los controles fronterizos son necesarios, pero lo que resulta inmoral es la carrera actual en Europa por ver quién cae más bajo con sus políticas, y tiene además poca visión de futuro desde una perspectiva económica. Una de las pocas soluciones al problema del bajo crecimiento es la inmigración.
Un único país no puede aceptar la entrada de un número ilimitado de refugiados, pero al igual que al abrir el mercado de trabajo a las mujeres se trataba de mejorar la igualdad y fomentar el crecimiento a partes iguales, las políticas socialdemócratas sobre la migración deberían estar basadas en la idea de la inviolabilidad de los derechos humanos, y sumar a esto una estrategia visionaria que haga funcionar un mayor aperturismo con una mayor igualdad.
Contrariamente a lo que dicta la intuición, aumentar el nivel de redistribución de un país incrementa el apoyo que le dan los votantes. Parece como si más impuestos y mejores prestaciones incitaran a engendrar una visión del mundo en la que estas políticas encuentren apoyos (como argumenta Peter Hall en un próximo artículo). Sin duda, esto afectará la manera de diseñar políticas para que mantengan intacta la solidaridad entre personas.
Durante los últimos 30 años, muchos países han puesto en duda el Estado del bienestar universal. El argumento en contra ha sido que la universalidad y los grandes niveles de redistribución reducen los incentivos para trabajar y dificultan el crecimiento, pero estas dos afirmaciones no son ciertas. Los políticos tanto de derechas como de izquierdas respondieron a la inmigración apartándose del concepto de derecho a recibir prestaciones y acercándose al concepto de requisitos que cumplir según criterios étnicos. Para aquellos que apoyan la solidaridad, este camino es muy peligroso no solo porque es moralmente inadecuado, sino porque a largo plazo podría poner en peligro el principio de universalidad que hizo posible la redistribución.
La parte positiva de este razonamiento es que un Estado del bienestar universal proporcionará beneficios considerables cuando haya que extender la solidaridad a los inmigrantes y, por tanto, ayudará a integrarlos y a que haya una mayor apertura.
A largo plazo, la única solución posible a la migración es actuar a nivel mundial. A corto plazo, la plataforma progresista deberá romper una lanza y elaborar políticas migratorias (generosas, pero con límites) combinadas con una defensa categórica de la universalidad. De otra manera, el proyecto socialdemócrata podría verse perjudicado.
El dilema
Ya desde la década de 1980, el sociólogo danés Gösta Esping-Andersen se preguntaba cómo las economías posindustriales podrían reorganizar las políticas electorales. Alegaba que la clase cada vez era un factor menos determinante a la hora de votar, y que esto podría afectar al histórico compromiso entre la clase trabajadora y la clase media que hizo posible el Estado del bienestar. Desde entonces, se ha rebatido y modificado esta opinión.
Los científicos políticos Jane Gingrich y Silka Häusermann han demostrado que la clase continúa siendo un factor de pronóstico relevante para conocer las preferencias políticas y las decisiones electorales, aunque responde a nuevos criterios.
Es cierto que los votantes tradicionales de la clase trabajadora suponen hoy en día un porcentaje menor del electorado y que el apoyo a la izquierda ha disminuido, pero también es cierto que la clase media es más numerosa y ha adoptado valores más progresistas.
Para los socialdemócratas, esto es potencialmente una buena noticia, al menos parcialmente, puesto que aunque el conjunto del electorado de clase trabajadora disminuye, su lugar como defensor del Estado del bienestar y de las políticas progresistas lo ocupará la clase media.
El auténtico dilema para la socialdemocracia es que sus miembros potenciales están divididos en dos grupos de votantes con valores e intereses divergentes. Por una parte, están los votantes de la clase trabajadora que están a favor de políticas redistributivas que promuevan la igualdad y, por otra, la creciente clase media progresista que está a favor de invertir en asuntos sociales, pero que no está tan interesada en la igualdad salarial.
Entonces, ¿cuáles son las opciones que tienen los progresistas? Una estrategia sería seguir a la clase trabajadora por el camino del bienestar chovinista y la nostalgia, con los populistas y los partidos conservadores como posibles compañeros de viaje. El único problema, aparte de renunciar a los valores centrales de igualdad y de puertas abiertas, es que la clase media progresista seguramente abandone el barco.
Otra opción sería definir el proyecto progresista como algo basado en la educación y no en la redistribución. Esta fue la respuesta que se dio durante la década de 1990 y puede que se sumen a esta estrategia los partidos verdes y los liberales, aunque dejaría fuera a la clase trabajadora.
Una tercera opción sería reconocer que cualquier proyecto socialdemócrata que deje fuera a la clase trabajadora, aunque cada vez sea más pequeña, perdería su razón de ser, y reconocer también que la lucha obligada contra la creciente desigualdad puede generar nuevas posibilidades de forjar una coalición entre la clase media y la trabajadora.
Antielitismo y no políticas identitarias
“Antielitismo” es un marco político complicado y peligroso, aunque una de las razones que hacen que sea tan poderoso es que aglutina algunos de los problemas a los que nos enfrentamos actualmente.
Es importante comprender que el crecimiento del populismo es una respuesta racional al aumento de la desigualdad y al fracaso de la izquierda en articular políticas económicas creíbles que disputen las políticas neoliberales.
La izquierda debe, por principio, defender, promover y proteger que las mujeres y las minorías tengan mayores derechos, aunque el objetivo principal de las políticas progresistas no debería ser ganar la batalla argumental en esta guerra intelectual, sino crear políticas que cambien las estructuras de poder.
Por una parte, los políticos necesitan activarse para encontrar un equilibrio entre el capital y el mundo laboral y evitar que los factores responsables de la desigualdad actual sigan ganando terreno. Así y todo, una plataforma política que abogue por impuestos más altos y mayores inversiones públicas no será suficiente.
Como ha demostrado el científico político Bo Rothstein, la justicia y la igualdad de oportunidades deben ser elementos fundamentales de cualquier política que tenga como objetivo re-generar confianza y capital social, que son, a su vez, componentes obligatorios de cualquier política progresista. Los socialdemócratas tienen que hacer que la lucha contra la desigualdad sea tanto una lucha contra la búsqueda de rentas y la corrupción económica como una lucha contra la redistribución de los ingresos.
Esto posibilitaría una coalición entre la clase trabajadora y la clase media gracias a una versión del antielitismo construida a partir de una idea de justicia, en lugar de resentimiento.
El punto débil de esta estrategia es que requeriría grandes cambios para que pudiera resultar creíble para una socialdemocracia que en muchos países es sinónima de los grupos de poder. Haría falta ser mucho más ambicioso a la hora de implementar políticas como gravar la riqueza y el capital o regular los mercados financieros, pero esto también conllevaría tomarse en serio asuntos que la mayoría de los partidos socialdemócratas han abandonado, como los sueldos de los políticos y de los ejecutivos empresariales. Y también significaría afrontar el hecho de que los partidos socialdemócratas actuales, en su mayor parte, se organizan y se abastecen entre la clase media.
La izquierda es la única que puede hoy en día salvar al capitalismo
Es evidente que ni los liberales, ni los conservadores, ni los populistas de extrema derecha poseen la respuesta al principal problema actual: la explosión de la desigualdad está limando el crecimiento, la democracia y el contrato social. Estos asuntos no pueden resolverse únicamente defendiendo valores liberales, o aplicando medidas proteccionistas y cerrando las fronteras a los inmigrantes.
Resulta evidente que hoy en día, y desde hace ya mucho tiempo, el creciente poder del capital necesita un contrapeso si queremos salvar la democracia liberal y el capitalismo. El mundo ha cambiado y los votantes lo saben, solo están buscando políticos que lo sepan también.
Los socialdemócratas hablan a menudo de la primacía de las políticas, pero si quieren formar parte del siguiente capítulo de la historia deberían estar convencidos de ello o aceptar su lánguida deriva.
Karin Petterson es directora de la sección política de Aftonbladet, el principal diario de Escandinavia. Traducción de Álvaro San José.
@AB_Karin
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