POR PABLO TIGANI /
El poder ya no necesita ejércitos para imponer su voluntad, ni líderes carismáticos que enciendan a las masas. El dominio se ejerce a través de algoritmos, narrativas controladas y un nacionalismo digital que refuerza identidades mientras disuelve el pensamiento crítico. Si la historia ha demostrado que el poder nunca deja vacíos, la pregunta es: ¿quién llenará el espacio que antes ocupaban las instituciones tradicionales?
En esta nueva era, la política, la economía y la religión convergen en un sistema de vigilancia total, donde la fe en el progreso tecnológico reemplaza las creencias tradicionales y la búsqueda de estabilidad emocional es capitalizada por las grandes corporaciones.
Con el fin de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín, muchos autores y analistas políticos anticiparon “el fin de la historia” (Fukuyama), una era en la que las democracias liberales y el capitalismo global reemplazarían los conflictos ideológicos y las divisiones nacionales. Sin embargo, como señala Daron Acemoglu, este optimismo fue prematuro. En lugar de la convergencia y paz perpetua que auguraba la globalización, las décadas recientes han visto un resurgimiento del nacionalismo, una reafirmación de identidades nacionales que desafía los ideales de un mundo globalizado. Este fenómeno ha sido clave en el ascenso de nuevos movimientos de derecha y de liderazgos populistas extraños en países de diversos contextos. Acemoglu identifica tres factores críticos que han alimentado el resurgimiento del nacionalismo.
I
Reclamos históricos y colonialismo: donde los resentimientos nacionales que se creían parte del pasado colonial o de conflictos superados han revivido, y esto ha sido particularmente evidente en países como India, Turquía, y China. Estos agravios históricos han sido instrumentalizados por líderes que apelan a una narrativa de “revancha histórica” para consolidar su autoridad y autonomía frente a Occidente. En este contexto, se observa una revitalización de un orgullo nacional basado en la reparación de injusticias percibidas, lo cual genera apoyo popular hacia políticas que privilegian la identidad nacional sobre la integración global.
II
Impacto de la globalización: aunque la globalización ha impulsado el crecimiento económico, ha creado una profunda división entre aquellos que han prosperado en el contexto global y quienes sienten que han perdido identidad y estabilidad. La erosión de tradiciones, la homogeneización cultural y la percepción de una “pérdida de soberanía” han alimentado un fuerte rechazo hacia la influencia extranjera y la inmigración. Estas dinámicas han reavivado el nacionalismo como un refugio frente a los cambios bruscos y despersonalizantes que trajo la globalización.
III
Manipulación política del nacionalismo: Acemoglu observa cómo el nacionalismo no sólo ha surgido como reacción a la globalización, sino también como herramienta política. Líderes de diversas tendencias han instrumentalizado el nacionalismo para reforzar su control interno, creando un “enemigo externo” que unifica a la población. Ejemplos destacados incluyen a Xi Jinping en China y Narendra Modi en India, cuyas políticas de nacionalismo han generado cohesión interna y popularidad, al tiempo que limitan las voces disidentes.
Nuevos conflictos
Ejemplos como China y Rusia demuestran que la globalización ha dado paso a un “nacionalismo de grandes potencias”, en el que los logros económicos alimentan un orgullo nacional que, lejos de integrar, desafía las jerarquías establecidas por Occidente.
Enzo Traverso aborda el fenómeno desde una perspectiva histórica, describiendo el renacimiento de ideologías de extrema derecha en el contexto del “postfascismo”. Este término enfatiza cómo los movimientos de derecha radical se han alejado de los elementos estéticamente violentos y militaristas del fascismo clásico, adaptándose a las formas democráticas actuales, explicando que el postfascismo se alimenta del miedo al cambio cultural y del rechazo a la inmigración, especialmente en Europa, donde esta tendencia se ha manifestado en figuras como Marine Le Pen en Francia y, en Estados Unidos, en el fenómeno de Donald Trump.
Estas “nuevas derechas” no buscan restaurar un régimen fascista como tal, pero apelan a elementos de pureza cultural, protección de los valores nacionales y aversión al multiculturalismo, valores que resuenan en sociedades que sienten una amenaza a su identidad colectiva. En su análisis, el autor observa que esta nueva derecha es “fluctuante”, adaptándose a contextos locales. Así, aunque en Europa el postfascismo es explícitamente antiislámico, en otros contextos adopta una postura más abierta a las identidades religiosas, siempre que sean nacionales. Traverso también menciona cómo las nuevas derechas han dejado de lado el antisemitismo clásico para abrazar un “pro-israelismo” instrumental, utilizando a Israel como ejemplo de un “nacionalismo exitoso”.
Nuevas tecnologías
El auge de las nuevas tecnologías y la digitalización ha añadido una dimensión sin precedentes al nacionalismo y a la consolidación de las derechas contemporáneas, que permiten modelar la antigua percepción pública y fortalecer las narrativas nacionalistas de exclusión. Las redes sociales, especialmente, han permitido que los mensajes populistas de derecha, nacionalistas y anarco-capitalistas se difundan rápidamente, creando burbujas ideológicas que radicalizan y refuerzan las identidades colectivas. En este contexto, el nacionalismo se convierte en una herramienta de cohesión en sociedades cada vez más polarizadas.
La correlación de estas perspectivas permite observar un fenómeno que combina la concentración económica, la manipulación emocional y la creación de instituciones extractivas digitales. Como hemos visto en artículos anteriores, esta combinación establece una estructura de poder y vigilancia sin precedentes, donde los individuos se encuentran atrapados y sometidos a las decisiones de estas nuevas élites.
Además, el poder y el control se concentran en pocas manos, mientras la mayoría de la población depende de los usufructuarios. Barreras económicas, límites a la libertad personal y la capacidad de los individuos para actuar de manera autónoma, confluyen.
Control digital
Las herramientas utilizadas de tergiversación informativa no solo disgregan a las sociedades, sino que también consolidan el modelo de centinelas de la inspección. Esta dinámica asimismo se alinea con las advertencias escatológicas sobre un poder centralizado que limitaría la capacidad de discernir entre la realidad y la manipulación.
La promesa de “orden y felicidad”, planteada por estos, no es más que un espejismo diseñado para distraer de las verdaderas intenciones; consolidar un sistema donde el control algorítmico y la manipulación emocional sustituyen la deliberación democrática.
La paradoja en la que el individuo moderno parece estar atrapado radica en su disposición a aceptar una promesa de paz y bienestar a cambio de renunciar progresivamente a su libertad y autonomía. En una era de hiperconectividad, donde la tecnología y las instituciones reguladoras ofrecen soluciones inmediatas a las complejidades de la vida, surge un sistema que, paradójicamente, priva al ser humano de aquellos elementos esenciales para una vida plena: la libertad de elección, la privacidad y, en última instancia, la capacidad de autodeterminación.
Sigmund Bauman explora la fragilidad de las identidades modernas y cómo las personas tienden a buscar “felicidad” en situaciones que en realidad representan una pérdida de control y seguridad. Su concepto de la “modernidad líquida” puede servir como marco teórico para entender cómo la incertidumbre de la vida moderna lleva a las personas a aceptar formas de felicidad superficiales.
Ellul examina cómo la tecnología y el progreso técnico transforman la sociedad y generan una ilusión de orden y control, lo que podría relacionarse con la idea de “sentirse feliz” en un estado de dependencia tecnológica que en realidad priva al individuo de libertad.
Arendt discute el impacto de la modernidad en la vida humana y cómo la pérdida de sentido en la esfera pública lleva al ser humano a refugiarse en sistemas de consumo y control que solo acentúan su alienación. Harari examina cómo la búsqueda de una “felicidad” manipulada, mediante la tecnología y el control, podría llevar a una forma de esclavitud tecnológica, critica las promesas de las plataformas digitales que otorgan una falsa sensación de certeza frente a la incertidumbre existencial.
Identidad
Desde la participación económica hasta la interacción social, la “marca” puede entenderse como una representación moderna de la identidad digital, que otorga acceso condicionado a una economía global hiperconectada. Esta dependencia limita la facultad de decisión privada, transformando a las personas en agentes pasivos dentro de un ecosistema controlado.
La conexión presentada plantea interrogantes éticos. ¿Hasta qué punto la humanidad está dispuesta a ceder su privacidad y autonomía a cambio de conveniencia? Esta dinámica ilustra los peligros de un sistema que despoja a los individuos de su capacidad de elección y los somete.
El registro que realiza sobre los bienes, las emociones y las decisiones humanas no solo responde a intereses, sino que también se convierte en el preámbulo en que la humanidad será conducida hacia un estado de vasallaje disfrazado de libertad, donde el bienestar se mide por indicadores forzados falazmente y, se ajustan al cumplimiento de la antigua advertencia: la humanidad llegará a aceptar como deseable un estado de privación total bajo la ilusión de paz y seguridad, ignorando que esa paz es el preludio de la servidumbre.
Allí se prevé una realidad en la que la naturaleza humana renunciará a su capacidad crítica y se someterá voluntariamente a sistemas de dominación bajo promesas de orden y bienestar. La paradoja aquí no radica solo en el sacrificio de la autonomía, sino en la manera en que esta inmolación se convierte en fuente de una felicidad irónica, vacía de sentido, similar a la de los autómatas. Tal como ha señalado la crítica contemporánea, esta renuncia a todo lo que representa la condición humana es también el punto culminante del gobierno global, que aspira a despersonalizar y dominar incluso la conciencia de las masas.
Heidegger aborda la angustia existencial y la temporalidad, lo cual es útil para contextualizar la ansiedad ante el futuro y la búsqueda de seguridad en la tecnología como una forma de evasión de la realidad. Appadurai examina cómo las expectativas sobre el futuro están moldeadas por estructuras culturales y tecnológicas, y cómo las personas intentan dar sentido a lo incierto, todo esto conecta con la idea de obtener certezas en un mundo impredecible.
Kierkegaard explora la ansiedad como una condición inherente al ser humano frente a lo desconocido, una idea que se puede aplicar al uso moderno de compartimientos digitales para mitigar esa ansiedad existencial, similar a cómo el becerro de oro servía como alivio para la inseguridad.
Davis analiza el misticismo y la fe puestos en la tecnología moderna como una especie de “religión tecnológica”. El refugio virtual, parece responder a la pregunta de “qué nos espera mañana”, actúa como un sustitutivo de respuestas profundas y valiosas, generando una aparente inmunidad.
La idolatría moderna convierte a los algoritmos y las interfaces en una nueva deidad que afirma tener el poder de resolver las zozobras pero que carece de esencia verdadera. Fromm compara las sociedades orientadas hacia el “tener” con aquellas centradas en el “ser”. Su análisis de la sociedad de consumo y la idolatría del materialismo ofrece una base teórica para explorar cómo los humanos buscan protección y satisfacción en objetos o sistemas creados por ellos mismos.
Girard explora mitos y rituales religiosos en contextos de violencia y ansiedad social, lo que ayuda a entender cómo la creación de fetiches responde a la necesidad de controlar la perplejidad. Debord describe cómo la sociedad moderna se ha convertido en una “sociedad del espectáculo”, donde la realidad se sustituye por imágenes y representaciones. Sloterdijk estudia la manera en que el cinismo de la cultura moderna desvía la búsqueda de sentido hacia amuletos superficiales que además no generan compromisos éticos ni morales.
Hoy las personas buscan en “el sistema” una fuente de estabilidad ante lo incierto. Las tecnológicas ofrecen una ilusión de previsibilidad y “lugar seguro” para nuestras angustias, por ello se han convertido en objetos a los que se rinde culto para silenciar el vacío de no saber qué depara el mañana. Aunque ofrecen comodidad y aparente claridad sobre lo que viene, lo cierto es que, son una construcción humana, un fetiche que cubre de forma temporal la incertidumbre, sin ofrecer verdaderamente una guía genuina.
El odio
En redes sociales, las narrativas no necesitan sostenerse en hechos verificables, sino en la resonancia emocional que generan, lo que permite que el narcisismo y el fanatismo se presenten como virtudes necesarias en un “mundo hostil”. Este entorno construye una visión del “yo” sobre el “nosotros”, fortaleciendo un sentido de identidad basado en la rivalidad y el desprecio hacia lo colectivo.
La visión individualista y egoísta desintegra el sentido de comunidad y solidaridad. Las políticas y las narrativas se vuelven un reflejo de intereses particulares, donde los líderes encuentran eco en sus seguidores que desean ser lo mismo que ellos. Por esta razón, se reproducen verdaderos esperpentos humanos a juzgar por la violencia que expresan y estimulan personajes ficticios con millones de seguidores aplaudidores. Esto dificulta la construcción de soluciones compartidas y fomenta una cultura del “sálvese quien pueda”, en medio de la intimidación discursiva y simbólica que ya empieza a expresarse sin rubores. Además, se va naturalizando el insulto, la amenaza, el negacionismo, las expresiones xenófobas y el racismo social.
El destino de la humanidad no se decidirá en un congreso ni en una cumbre mundial. Se está sellando en los servidores de las grandes corporaciones tecnológicas, en los patrones de consumo emocional que delinean los algoritmos y en la consolidación de una fe programada. En este escenario, la identidad individual se transforma en un dato comercializable, la espiritualidad se mide en niveles de “engagement” y la política es solo una interfaz de control. Si la historia ha demostrado que el poder nunca deja vacíos, la pregunta es: ¿quién llenará el espacio que antes ocupaban las instituciones tradicionales?
Página/12, Buenos Aires.