octubre 4, 2024 9:21 am
¿Y ahora qué?

¿Y ahora qué?

Por Alfredo Molano Bravo

Se suponía que la dejación de armas era el paso más difícil. Se entregaron las armas y los guerrilleros están entrando a la institucionalidad, de donde, la verdad sea dicha, nunca salieron porque esa manta jamás los cobijó. Ahora se enfrentan con realidades que no conocían y creo ni sospechaban: la morronguería de los aparatos del Estado. El más tangible –con varios muertos a su cuenta– ha sido la sustitución de cultivos ilícitos, que es el nombre contemporáneo del conflicto agrario.

Desde fines del siglo XIX, el tema principal del enfrentamiento ha sido el acaparamiento de los baldíos nacionales y hoy lo sigue siendo, pues la coca ha sido la trinchera económica de los colonos contra su bancarrota y por tanto contra la transformación de sus mejoras en haciendas ganaderas. No es que los cultivadores se aferren a la economía del narcotráfico y la prueba está en que han aceptado la erradicación voluntaria a cambio programas de sustitución. Es aquí donde la marrana tuerce el rabo, porque el Gobierno no ha movido un dedo para iniciarlos con fundamento. Sin lugar a duda, lo que está pasando en Nariño se repetirá en Putumayo, Guaviare, Cauca y Catatumbo porque la gente no va a dejarse quitar el pan de la boca. Yo francamente no entiendo por qué razón el Gobierno le da largas a un programa que podría abrir la puerta de la institucionalidad no sólo a los excombatientes, sino a esa enorme cantidad de gente obligada a vivir en la ilegalidad. La cuestión agraria sigue sin ser resuelta.

El reto es, por supuesto, enorme. ¿Con qué cultivos se piensa sustituir la coca, si se asume, como lo aceptan los cultivadores, que no hay ninguno que pueda igualar la rentabilidad que hoy perciben? Guayaba agria, gulupa, pitaya, o cualquier otro, se estrellan con la dificultad de la comercialización y por eso los exguerrilleros están planteando una red cooperativa que pudiera saltarse al intermediario, que es el personaje donde quedan atrapadas las ganancias. Más aún, consideran con muy buen sentido que los productos que sustituyan la coca deben tener un valor agregado, como lo están haciendo cooperativas cafeteras que sacan al mercado cafés orgánicos tostados y molidos.

Uno podría pensar —y soñar— que si el Gobierno quisiera sacar adelante la sustitución, diseñaría mecanismos para que los colonos produjeran alimentos con destino a hospitales públicos, cárceles y hogares de bienestar familiar. Un sueño contra el que se atraviesan las licitaciones, que son, formalmente hablando, un recurso para evitar la corrupción. Sin embargo, como ha quedado claro en los casos de los alimentos para niños y de comida para los presos, las licitaciones son amañadas y arregladas por los políticos, como es el caso de la exdirectora de la Unidad de Servicios Penitenciarios y Carcelarios (Uspec) María Cristina Palau, destituida porque habría recibido $600 millones como coima para adjudicar un contrato millonario. El Uspec maneja la bobadita de $480.000 millones en alimentación de reclusos. De otro lado, según la Contraloría General de la República, en el 2016 con el Programa de Alimentación Escolar (PAE) se perdieron $62.488 millones que se deberían haber invertido en alimentación escolar. El mecanismo es conocido: las licitaciones se las ganan los protegidos de los políticos, que a su vez deben pagar a sus protectores un tributo electoral para financiar las campañas. Tanto en cárceles como en Bienestar Familiar se han hecho famosos los llamados zares de la contratación pública, siempre los mismos, que se reparten entre sí los dineros públicos.

La corrupción es no sólo la forma más representativa y acabada del Estado-patrimonio que impide el Estado de derecho y el funcionamiento de la democracia, sino el más formidable obstáculo para hacer realidad la tan manoseada paz estable y duradera. Los guerrilleros suponían que su enemigo real era la fuerza pública y la conocían muy bien, pero no imaginaron que el otro enemigo era la corrupción de un Estado de derecho que no puede ejercer a plenitud al que para bien o para mal se han acogido.

El Espectador, Bogotá.

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